
Natalia, madre protectora de Milagros @escuchenamilagros
Indefendibles
Las madres protectoras, lxs sobrevivientes y las activistas en casos de abuso sexual a las niñeces y juventudes sabemos que cuando hablamos somos incómodas para quienes escuchan. Cuando hablamos nos exponemos, como mínimo, a una sospecha. Se nos suele decir que inventamos, manipulamos, que exageramos cosas normales, que nos victimizamos, que disfrutamos de ser víctimas, que ejercemos nuestro poder desde allí, que damos lástima, que somos violentas, que odiamos a los hombres. Esa suele ser la respuesta a la incomodidad que generamos. A esa incomodidad le siguen lo que podríamos llamar los círculos concéntricos del silencio: familiar, social, mediático y claro, el silencio judicial. Y junto al silenciamiento, la violencia.
Por lo general, se le asigna credibilidad a quienes han tenido una experiencia directa y dolorosa, pero en el caso de las violencias sexuales no, es al revés: la experiencia inhabilita a quien la atraviesa y a quienes le acompañan. Ocurre lo mismo con el racismo y el clasismo. Las mujeres y disidencias, los pueblos originarios y lxs trabajadorxs no pueden hablar de las violencias que les atraviesan, y si lo hacen, se transforman en sospechosxs.
Ocurría algo muy similar con las brujas en el Malleus Maleficarum, el manual de la Inquisición donde todos los actos podían ser indicadores de la presencia de una bruja: ser demasiado inteligente o demasiado tonta, demasiado bella o demasiado fea, ir mucho a la Iglesia o no ir nunca, gustar mucho a los hombres o no gustarles para nada, hablar muchas lenguas o ser muda: No había escapatoria a la hoguera.
Si las madres protectoras lloramos demasiado, nos estamos victimizando, mentimos. Si no lloramos (como Feliciana Bilat), es porque estamos simulando, mintiendo. Si estamos enojadas o angustiadas, somos locas (como la mamá de Aiko, que se encadenó en un edificio público para pedir que le dejen ver a su hijo; como Gilda Morales, a quien encerraron en un neuropsiquiátrico). Si hablamos con palabras simples, mentimos (como Flavia Saganías, a quien condenaron a más años que a un genocida por señalar en sus redes sociales al abusador de sus hijxs). Si usamos lenguajes doctos (el mismo del poder), somos mentirosas, manipuladoras (como Andrea Vázquez).
Y ocurre lo mismo con las infancias que llegan a hablar lo suficiente como para acudir al poder judicial: no se les cree nunca. Si no hablan, como un adulto habla, el hecho no sucedió. Si hablan con claridad, es porque están inducidas por sus madres (como Tomás y su hermano menor; como Milagros). Si no hay pruebas físicas, porque no las hay; si las hay, entonces no son suficientes. Y si otros profesionales validan la voz de las infancias: son asociaciones ilícitas y en muchos casos se los denuncia y persigue judicialmente.
Quizá nos ayude traer un pasaje de un libro de Elsa Dorlin que narra el funcionamiento de un suplicio colonial donde el condenado se encuentra encerrado en una jaula, inmovilizado y de pie sobre una cuchilla entre sus piernas, con hambre y sed. Si se cansa, si se flexionan sus rodillas, cae sobre la cuchilla afilada que le provoca heridas pero que no lo mata inmediatamente. Cuanto más se resista, cuanto más se defienda de la cuchilla, más sufrirá y hará más largo su suplicio. No es un sujeto derrotado, es un sujeto con agencia que es castigado precisamente por tener esa agencia, por moverse. Este mecanismo de poder colonial lastima la vida, la vida material: física, muscular, pero también lastima la vida mental y la vida emocional. Busca llegar hasta los más recónditos lugares de la subjetividad y parece estar diciendo: cuanto más te defiendas, cuando más defiendas la vida, más vas a sufrir.
Sabemos que el sujeto de la modernidad se constituyó sobre su capacidad de defensa ante el poder (eso que llamamos derechos), y lo que también sabemos es que existe una larga genealogía de “otros” que no tendrían esa capacidad, o mejor dicho, aquellxs a quienes esa capacidad se nos expropia, se nos inculca la impotencia, se nos dice que no podemos defendernos y, si nos defendemos (o defendemos a otrxs indefendibles), se nos castiga. Históricamente: esclavxs, trabajadorxs, racializadxs, mujeres, disidencias, originarixs, niñeces y juventudes.
Pero de esa genealogía de otres de las que formamos parte también podemos aprender algo. Hay una memoria de esas experiencias. Hay todo un archivo de los saberes de quienes son castigadxs por defenderse. Un archivo enorme que va desde lxs esclavxs haciendo armas con las herramientas de la cosecha hasta las sufragistas anarquistas internacionalistas inglesas utilizando el ju jitsu, pasando por los piquetes, siluetazos y grupos de escucha. ¿En qué se parecen todas las historias de quienes lograron hacer aquello que no les estaba permitido? En que lo hicieron con lo que tenían a mano, con las herramientas de las que disponían y, en ese transcurso, inventaron otras.
En ese punto encuentro unas antecesoras únicas y descomunales: Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Ellas se incorporan a la historia de la defensa de la vida ante un poder que les dice que esa defensa es ilegítima. Ellas realizaron la difícil metamorfosis del dolor individual en política colectiva y, al hacerlo, descubrieron una fuente de energía política inusitada. No nos dan una fórmula para imitar sino una clave de acceso.
Silencios
Los abusos sexuales a las niñeces y juventudes no son poco frecuentes. Solemos decir que 1 de cada 13 niños y 1 de cada 5 niñas han atravesado esta experiencia. También solemos decir que de cada 1000 casos denunciados, 100 logran llegar a juicio y 1 es obtiene una condena (en general, quien es condenado no es un padre, de clase media, profesional, ni blanco: quien abusó de Milagros sí lo es). Las cifras son lo suficientemente elocuentes como para indicar que se trata de una práctica social habitual y patriarcal: en la mayoría de los casos, se trata de abusos producidos en el interior de una institución en particular (la familia) y en manos de cierta subjetividad (la masculina).
A pesar de ser una práctica social extendida, el modo en que se trata socialmente los casos, a quienes denuncian y a quienes acompañan, busca presentarlos como algo excepcional, extraño, lejano. Cuando hay interés social y mediático suele ser porque esa visibilización sirve a un objetivo distinto de terminar con el abuso sexual: fortalecer el racismo (los casos de “los pobres”, “los migrantes”), la homofobia (el caso Lucio Dupuy), la misoginia (mujeres que dejan solos a sus hijes), o se perciben como “cosas que les pasan a la gente famosa” y se tratan dentro de la lógica del espectáculo (como en el caso de Jey Mamon, donde se combina el espectáculo con la homofobia). Los casos suelen interesar solo cuando se los puede poner a funcionar para reforzar las estructuras patriarcales.
Poca gente sabe quién fue Nico Cristal, unx joven trans que después de sufrir abusos por parte de su progenitor decidió terminar con su vida. En este caso, además de la tortura física, psíquica y emocional del abuso, se trató de “violaciones correctivas” a una subjetividad disidente. Poca gente sabe quiénes son Lluvia, Fuerza, Cielo, Corazón, Dulce, Ruby, Flor, Lila, Rayo y muchxs otrxs que no tienen los nombres de fantasía que buscan protegerlos.
Cuando “solo se trata” de un abuso sexual intrafamiliar (que es lo más frecuente) se produce un silencio: no se sabe ni se quiere saber. ¿Por qué? Quizá porque interpela demasiado de cerca nuestras biografías familiares, próximas, nuestros modos de socialización. Cuando los grupos antiderechos hacen sus banderas diciendo “Basta de falsas denuncias, los hombres tenemos derechos” están diciendo algo que pudo estar socialmente aceptado antes de los feminismos y transfeminismos: que la masculinidad tenía derechos absolutos sobre su propiedad, las mujeres y las infancias.
Las feministas sabemos del peso de las palabras y de su poder para intervenir en nuestras experiencias, en cómo nos pensamos y en cómo nos leen otrxs. La teoría dice que la buena víctima es aquella que se presenta pura, ingenua pero también sin agencia, desprovista de capacidad de acción; mientras que la víctima heroica es aquella a la que se le concede capacidad de acción, siempre y cuando sea moralmente irreprochable. Pero las personas que atraviesan abusos y quienes las acompañan no pueden ser moralmente irreprochables, porque encarnan, encarnamos, un tabú social y cultural. No podemos ser ni buenas víctimas, ni víctimas heroicas, pero sí podemos ser madres y xadres protectores, sobrevivientes, activistas: sobrevivientes de los infinitos procesos de victimización que buscan decirnos que cuanto más nos defendamos (o defendamos a quienes no pueden hacerlo solos) más seremos castigadas.
En todo caso, somos aguafiestas, como dice Sara Ahmed, porque somos quienes le ponemos un nombre a algo que no debería decirse y, cuando lo hacemos, estamos mostrando que hay algo profundamente violento en la fiesta de lo normal. Las feministas solemos ser juzgadas como una amenaza (para la felicidad) porque amenazamos lo que se considera muy valioso. Exponer un problema socialmente, es convertirse en el problema. Las madres, sobrevivientes y activistas hacemos lo que no se debe: decimos que en los lugares donde nuestra cultura supone el cobijo (la familia, la escuela, el club), hay violencia sexual y que quienes la ejercen, en general, son padres, abuelos, tíos, primos, amigos de la familia, maestros.
Castigos
El castigo a las aguafiestas, a las brujas, a lxs indefendiblxs, oscila entre el silenciamiento y prácticas de criminalización muy concretas. Voy a señalar, resumidamente, solo algunas de las más frecuentes utilizadas por el poder judicial. Todas ellas comparten la violencia de un poder judicial capaz de enunciar verdades absolutas, totalmente sordo a las voces y experiencias de las niñeces y quienes las acompañan.
Secuestros institucionales, niñeces privadas del contacto con sus madres y vínculos de apego tras denunciar abusos, y entregadas a los perpetradores como en el caso de la niña Lila de La Rioja, de Gilda Morales en Córdoba, de Andrea Vázquez en la provincia de Buenos Aires. Y como pudo ocurrirle a la pequeña Arcoiris el año pasado, si una muralla transfeminista no lo hubiera impedido durante toda una noche en la puerta de su casa. .
Prisión domiciliaria para madres que escucharon a las infancias, como en el caso de Delfina, madre de Arcoiris; y de Flavia Saganías, que estuvo en un penal de máxima seguridad y que hoy continúa su condena de 23 años en prisión domiciliaria.
Bozales legales, que impiden contar públicamente lo ocurrido, como la madre de Lila en La Rioja, o Flavia Saganías de Córdoba, o Paola, la madre de Sabiduría, que el 8M de 2023 quemó ese escrito persecutorio rechazando el silenciamiento.
Revinculaciones forzadas entre infancias y agresores, aún cuando esas infancias hayan podido narrar los abusos y su deseo de no querer volver a ver a los perpetradores, como el intento frustrado de la justicia civil para revincular a Milagros y su agresor en 2018.
Denuncias por impedimento de contacto, a quienes intentan proteger a las infancias de los perpetradores. Acá la lista es larguísima pero podemos nombrar a Yama Corín, a Delfina, a Sony…
La decisión totalmente ilegal del Ministerio Público Fiscal de no acompañar a Milagros al juicio oral, a pesar de la decisión de la jueza penal y de no existir en el expediente ninguna prueba que desacredite la voz de la niña (excepto la del progenitor que en su declaración indagatoria solo repetía las palabras “mentirosa”, “despechada”, “mala madre”).
Obligación de narrar lo mismo infinidad de veces ante el poder judicial, médicos, abogados y psicólogos, a pesar de que no será escuchado, como Ruby en el sur, quien detalló lo que le había ocurrido 5 veces a sus 5 años y aún así, hoy se encuentra en peligro. O como el caso de Sathya Aldana en Córdoba, que tuvo que declarar 5 veces en 2 años mientras el denunciado nunca fue citado por los tribunales. Sathya se quitó la vida 2 años después de la denuncia. Dejó escrito en sus diarios que su decisión tuvo más que ver con la violenta revictimización del poder judicial, que con los abusos que soportó durante 7 años en silencio.
¿Cómo se explican estas violencias institucionales? Posiblemente, en que lejos de ser excepciones, quienes denuncian exponen en el espacio público una práctica que desde hace siglos atraviesa territorios, clases, géneros y razas.
Hablar de abuso sexual a las niñeces y juventudes hoy es hablar en un territorio en llamas, cuando las fuerzas políticas y sociales conservadoras han definido a los feminismos como enemigos políticos. Esta embestida, explícita y salvaje, puede sintetizarse en cuatro puntos clave.
*Un punto clave legal, la instauración en diferentes provincias de los llamados registros de obstructores, que en realidad son registros “de obstructoras”, porque su objetivo es el señalamiento y criminalización de las madres protectoras y vínculos de apego en los casos de denuncias de abuso.
*Un punto clave judicial, la utilización obscena de las falacias llamadas “síndrome de alienación parental”, “memorias implantadas”, “co-construcción de la realidad”, etc, es decir, de las estrategias, patriarcales y adultocéntricas que silencian a las infancias y destruyen la prueba judicial.
*Un punto clave social y político. El creciente ataque del movimiento de falsas denuncias a lo largo y ancho del país, donde organizaciones patriarcales dicen, abiertamente, que las denuncias de abuso son falsas.
*Y otro punto clave sociopolítico: el ataque a la ley de educación sexual integral. Lo vimos hace pocos días en La Plata donde leímos pintadas en las escuelas donde se decía ESI es pedofilia, ESI es adoctrinamiento de género. Sin embargo, sabemos que más del 80% de los casos recientes de denuncias se pudieron hacer, precisamente, a partir de las intervenciones en las escuelas gracias a la ESI.
Estos indicadores no sólo nos dicen que los feminismos vuelven a ser objetos de criminalización, sino que dentro de ellos, quienes han sobrevivido a los abusos y quienes les acompañan, están en la primera línea de fuego. El feminismo nos permitió romper el silencio y ahora se nos quiere disciplinar por haberlo hecho.
Memorias
Las brujas, las locas, las madres y abuelas de Plaza de Mayo no nos dan una fórmula que podamos copiar pero sí nos regalan, nos donan, una clave de acceso: la politización del dolor. La posibilidad de reinscribir lo que ocurre en una trama sensible, ética y política.
Primero escuché a Milagros, pero después pude escuchar a Milagros en los relatos de cientos de madres, sobrevivientes y activistas. Eso me permitió, eso nos permite, no solo comprender que no somos excepciones ni excepcionales, que formamos parte de una memoria común, compartida, que sabe que la única manera de atravesar la noche y el horror es con otrxs. Esa memoria común es una memoria de dolor y organización sí, pero también de cobijos. Es un modo singular de la inteligencia física, emocional e intelectual. Y una brújula de lectura política: sabemos que ante las fuerzas conservadoras y neoliberales lo único que no podemos hacer es replegarnos en el yo individual, en la historia personal, en las fantasías narcisistas.
Xadres, sobrevivientes y activistas estamos en un momento de enormes aprendizajes colectivos en un territorio en llamas. El 28S estuvimos en la ronda de Plaza de Mayo, y en el Congreso. Llevamos en las manos los nombres de las infancias y juventudes, mezclados indistintamente. Llevamos nombres de todo el país. Nadie llevó “su” causa porque “su” causa estaba en las manos de otrxs. Toda una plaza gritó mirándonos, pero también mirándose: Yo sí te creo. Porque la causa de lxs indefendibles, de las brujas, de las locas es, absolutamente y desde hace siglos, una causa común.
Buenos Aires, octubre de 2023
Silêncios, castigos, memórias

Silêncios, castigos, memórias
Natalia, mãe protetora de Milagros
@escuchenamilagros
Indefensáveis
As mães protetoras, xs sobreviventes e as ativistas em casos de abuso sexual de crianças e jovens sabemos que, quando nos manifestamos, causamos incômodo naqueles que estão nos ouvindo. Quando falamos, nos expomos, no mínimo, a suspeitas. Muitas vezes nos dizem que inventamos, que manipulamos, que exageramos as coisas normais, que nos fazemos de vítimas, que gostamos de ser vítimas, que exercemos nosso poder a partir daí, que gostamos de dar pena, que somos violentas, que odiamos os homens. Essa é geralmente a resposta ao incômodo que geramos. Esse desconforto é seguido pelo que poderíamos chamar de círculos concêntricos de silêncio: silêncio familiar, social, da mídia e, é claro, judicial. E junto com o silenciamento, a violência.
Em geral, a credibilidade é atribuída àqueles que tiveram uma experiência direta e dolorosa, mas, no caso da violência sexual, é o contrário: a experiência desqualifica a pessoa que passa por ela e aquelxs que a acompanham. O mesmo ocorre com o racismo e o classismo. Mulheres e dissidências, povos indígenas e trabalhadores não podem falar sobre a violência que sofrem e, se o fizerem, tornam-se suspeitxs.
O mesmo acontecia com as bruxas no Malleus Maleficarum, o manual da Inquisição, em que todos os atos podiam ser indicadores da presença de uma bruxa: ser muito inteligente ou muito burra, muito bonita ou muito feia, ir muito na igreja ou não ir nunca, atrair muito os homens ou ser desprezada por eles, falar muitas línguas ou ser muda: não havia como escapar da fogueira.
Se nós, mães protetoras, choramos demais, estamos nos vitimizando, estamos mentindo. Se não choramos (como Feliciana Bilat), é porque estamos fingindo, mentindo. Se estamos com raiva ou angustiadas, estamos loucas (como a mãe de Aiko, que se acorrentou a um prédio público para pedir para ver seu filho; como Gilda Morales, que foi trancada num hospital neuropsiquiátrico). Se falarmos com palavras simples, mentimos (como Flavia Saganías, que foi condenada a mais anos do que um genocida por apontar o agressor de seus filhos em suas redes sociais). Se usarmos a linguagem culta (a linguagem do poder), somos mentirosas, manipuladoras (como Andrea Vázquez).
E o mesmo acontece com as crianças que falam o suficiente para ir ao judiciário: nunca acreditam nelas. Se elas não falam, como um adulto fala, o fato não aconteceu. Se falam claramente, é porque são induzidas por suas mães (como Tomás e seu irmão mais novo; como Milagros). Se não há evidência física, é por causa da ausência; quando existe evidência, então não é suficiente. E se outrxs profissionais validam a voz das crianças: é formação de quadrilha e, em muitos casos, são denunciadxs e processadxs.
Talvez seja útil trazer uma passagem de um livro de Elsa Dorlin que narra o funcionamento de um suplício colonial em que o condenado é trancado em uma jaula, imobilizado e apoiado em uma lâmina entre as pernas, com fome e sede. Se ele se cansa, se seus joelhos se dobram, ele cai sobre a lâmina afiada que o fere, mas não o mata imediatamente. Quanto mais ele resistir, quanto mais se defender da lâmina, mais ele sofrerá e mais tempo durará seu tormento. Ele não é um sujeito derrotado, é um sujeito com agência que é punido justamente por ter essa agência, por se mover. Esse mecanismo do poder colonial fere a vida, a vida material: física, muscular, mas também fere a vida mental e emocional. Ele busca atingir o âmago da subjetividade e parece estar dizendo: quanto mais você se defender, quanto mais defender a vida, mais sofrerá.
Sabemos que o sujeito da modernidade se constituiu com base em sua capacidade de defesa diante do poder (o que chamamos de direitos), e também sabemos que há uma longa genealogia de «outrxs» que não teriam essa capacidade, ou melhor, aquelxs que somos despojadxs dessa capacidade, que somos instiladxs com impotência, que nos dizem que não podemos nos defender e que, se nos defendermos (ou defendermos outrxs que são indefensáveis), seremos punidxs. Historicamente: escravizadxs, trabalhadorxs, racializadxs, mulheres, dissidências, indígenas, crianças e jovens.
Mas com essa genealogia de outrxs da qual fazemos parte, também podemos aprender algo. Há uma memória dessas experiências. Há todo um arquivo do conhecimento daqueles que foram punidos por se defenderem. Um enorme arquivo que vai desde escravizadxs que faziam armas com as ferramentas da colheita até sufragistas anarquistas internacionalistas inglesas que usavam jiu-jitsu, passando por piquetes, uso de silhuetas e grupos de escuta. O que têm em comum todas as histórias daquelxs que conseguiram fazer o que não lhes era permitido? O fato de que fizeram isso com o que tinham por perto, com as ferramentas que tinham à disposição e, no processo, inventaram outras.
Nesse ponto, encontro umas predecessoras únicas e enormes: as Mães e Avós da Praça de Maio. Elas ingressam na história da defesa da vida diante de um poder que lhes diz que essa defesa é ilegítima. Elas fizeram a difícil metamorfose da dor individual em política coletiva e, ao fazê-lo, descobriram uma fonte incomum de energia política. Elas não nos dão uma fórmula a ser imitada, mas uma chave de acesso.
Silêncios
O abuso sexual de crianças e jovens não é pouco frequente. Costumamos dizer que 1 em cada 13 meninos e 1 em cada 5 meninas já passaram por essa experiência. Também costumamos dizer que, de cada 1.000 casos denunciados, 100 chegam a julgamento e 1 é condenado (em geral, quem é condenado não é pai, de classe média, profissional, branco: quem abusou de Milagros é). Os números são suficientemente eloquentes para indicar que se trata de uma prática social habitual e patriarcal: na maioria dos casos, é um abuso que ocorre dentro de uma instituição específica (a família) e nas mãos de uma determinada subjetividade (a masculina).
Apesar de ser uma prática social generalizada, a forma como são tratados socialmente, tanto os casos, quanto quem os denuncia e quem os acompanha, busca apresentá-los como algo excepcional, estranho, distante. Quando há interesse social e midiático, geralmente é porque essa visibilização serve a um objetivo diferente de acabar com o abuso sexual: reforçar o racismo (os casos «dos pobres», «dos migrantes»), a homofobia (o caso Lucio Dupuy), a misoginia (mulheres que deixam seus filhxs sozinhxs), ou são percebidos como «coisas que acontecem com pessoas famosas» e são tratados dentro da lógica do espetáculo (como no caso de Jey Mamon, em que o espetáculo é combinado com a homofobia). Os casos tendem a ser de interesse somente quando podem ser usados para reforçar as estruturas patriarcais.
Poucas pessoas sabem quem foi Nico Cristal, jovem transgênero que, após ser abusadx pelo pai, decidiu pôr fim à própria vida. Nesse caso, além da tortura física, psicológica e emocional do abuso, tratava-se de «violações corretivas» de uma subjetividade dissidente. Poucas pessoas sabem quem são Lluvia, Fuerza, Cielo, Corazón, Dulce, Ruby, Flor, Lila, Rayo e muitxs outrxs que não têm os nomes de fantasia que procuram protegê-lxs.
Quando se trata «apenas» de abuso sexual intrafamiliar (que é o mais frequente), há silêncio: ninguém sabe e nem quer saber. Por quê? Talvez porque isso interpele perto de mais nossas biografias familiares, próximas, nossos modos de socialização. Quando grupos antidireitos fazem suas faixas dizendo «Chega de denúncia falsa, os homens temos direitos», eles estão dizendo algo que pode ter sido socialmente aceito antes dos feminismos e transfeminismos: que a masculinidade tinha direitos absolutos sobre sua propriedade, as mulheres e as crianças.
As feministas conhecem o peso das palavras e seu poder de intervir em nossas experiências, na forma como pensamos sobre nós mesmxs e como xs outrxs nos leem. A teoria diz que a boa vítima é aquela que se apresenta como pura, ingênua, mas também sem agência, desprovida da capacidade de ação; enquanto a vítima heroica é aquela a quem é concedida capacidade de ação, desde que seja moralmente irrepreensível. Mas as pessoas vítimas de abuso e aquelxs que as acompanham não podem ser moralmente irrepreensíveis, porque elas incorporam, nós incorporamos, um tabu social e cultural. Não podemos ser boas vítimas nem vítimas heroicas, mas podemos ser mães e e subjetividades afins protetorxs, sobreviventes, ativistas: sobreviventes dos infinitos processos de vitimização que procuram nos dizer que quanto mais nos defendermos (ou defendermos aquelxs que não podem se defender), mais seremos castigadas.
Na verdade, somos desmancha-prazeres, como diz Sara Ahmed, porque somos nós que dizemos algo que não deveria ser dito e, quando o fazemos, estamos mostrando que há algo profundamente violento na celebração do normal. As feministas são frequentemente julgadas como uma ameaça (à felicidade) porque ameaçamos o que é considerado muito valioso. Expor um problema socialmente é tornar-se o problema. Mães, sobreviventes e ativistas fazemos uma coisa errada: dizemos que nos lugares em que nossa cultura pressupõe abrigo (a família, a escola, o clube), há violência sexual e que os agressores geralmente são pais, avós, tios, primos, amigos da família, professores.
Castigos
O castigo para desmancha-prazeres, bruxas, indefensáveis, oscila entre o silenciamento e práticas de criminalização muito específicas. Vou resumir apenas algumas das mais frequentes usadas pelo judiciário. Todas elas compartilham a violência de um judiciário capaz de enunciar verdades absolutas, totalmente surdo às vozes e experiências das crianças e daquelxs que as acompanham.
. Sequestros institucionais, crianças privadas do contato com suas mães e vínculos de apego após denunciarem abusos, e entregues aos criminosos, como no caso da menina Lila de La Rioja, Gilda Morales em Córdoba, Andrea Vázquez na província de Buenos Aires. E como poderia ter acontecido com a pequena Arcoiris no ano passado, se uma parede transfeminista não o tivesse impedido por uma noite inteira na porta de sua casa.
. Prisão domiciliar para mães que ouviam as crianças, como no caso de Delfina, mãe de Arcoiris; e Flavia Saganías, que esteve em uma prisão de segurança máxima e hoje continua sua sentença de 23 anos em prisão domiciliar.
. Mordaças legais, que nos impedem de contar ao público o que aconteceu, como a mãe de Lila em La Rioja, ou Flavia Saganías em Córdoba, ou Paola, a mãe de Sabiduría, que no 8M de 2023 queimou aquele documento persecutório rejeitando o silenciamento.
. Reuniões forçadas entre crianças e agressores, mesmo quando essas crianças foram capazes de narrar os abusos e seu desejo de nunca mais ver os agressores, como a tentativa frustrada da justiça civil de reunir Milagros e seu agressor em 2018.
. Denúncias por impedir o contato, para aquelxs que tentam proteger as crianças dos agressores. Aqui a lista é muito longa, mas podemos citar Yama Corín, Delfina, Sony….
A decisão totalmente ilegal do Ministério Público Fiscal de não acompanhar Milagros no julgamento oral, apesar da decisão da juíza criminal e do fato de não haver nenhuma prova nos autos que desacreditasse a voz da criança (exceto o pai que, em sua declaração, só repetia as palavras «mentirosa», «desprezada», «má mãe»).
. Imposição de contar a mesma coisa inúmeras vezes perante o judiciário, médicos, advogados e psicólogos, apesar do fato de que não será ouvida, como Ruby no sul, que detalhou o que aconteceu com ela 5 vezes quando tinha 5 anos de idade e, mesmo assim, hoje está em perigo. Ou como o caso de Sathya Aldana, em Córdoba, que teve de testemunhar 5 vezes em 2 anos, enquanto o acusado nunca foi convocado pelos tribunais. Sathya tirou a própria vida dois anos após a denúncia. Ela escreveu em seus diários que sua decisão teve mais a ver com a violenta revitimização do judiciário do que com os abusos que sofreu por 7 anos em silêncio.
Como essa violência institucional pode ser explicada? Possivelmente porque, longe de serem exceções, aquelxs que as denunciam expõem no espaço público uma prática que há séculos atravessa territórios, classes, gêneros e raças.
Falar de abuso sexual de crianças e jovens hoje é falar em um território em chamas, quando as forças políticas e sociais conservadoras definiram os feminismos como inimigos políticos. Essa investida, explícita e selvagem, pode ser resumida em quatro pontos principais.
*Um ponto chave legal, o estabelecimento em diferentes províncias dos chamados registros de obstrução, que na realidade são registros «de obstrutoras», porque seu objetivo é a identificação e a criminalização de mães protetoras e vínculos de apego em casos de denúncias de abuso.
*Um ponto chave judicial, o uso obsceno das falácias chamadas «síndrome de alienação parental», «memórias implantadas», «co-construção da realidade», etc., ou seja, estratégias patriarcais e centradas no adulto que silenciam as crianças e destroem as provas judiciais.
*Um ponto chave social e político. O crescente ataque do movimento da falsa denúncia em todo o país, quando as organizações patriarcais dizem abertamente que as denúncias de abuso são falsas.
*E outro ponto chave sócio-político: o ataque à Lei de Educação Sexual Integral (ESI). Vimos isso há alguns dias em La Plata, onde lemos pichações nas escolas dizendo que a ESI é pedofilia, ESI é doutrinação de gênero. No entanto, sabemos que mais de 80% dos casos recentes de denúncias puderam ser feitas justamente por causa das intervenções nas escolas graças à ESI.
Esses indicadores não apenas nos dizem que os feminismos são mais uma vez objetos de criminalização, mas que, dentro dos feminismos, aquelxs que sobreviveram ao abuso e aquelxs que xs acompanham estão na frente na linha do fogo. O feminismo nos permitiu romper o silêncio e agora estamos sendo disciplinadxs por termos feito isso.
Memórias
As bruxas, as loucas, as mães e as avós da Praça de Maio não nos dão uma fórmula que possamos copiar, mas nos dão, nos doam, uma chave de acesso: a politização da dor. A possibilidade de reinscrever o que acontece numa trama sensível, ética e política.
Primeiro ouvi Milagros, mas depois pude ouvir Milagros nas histórias de centenas de mães, sobreviventes e ativistas. Isso permitiu que eu, que nós, não apenas entendêssemos que não somos exceções ou excepcionais, mas que fazemos parte de uma memória comum e compartilhada que sabe que a única maneira de atravessar a noite e o horror é com xs outrxs. Essa memória comum é uma memória de dor e organização, sim, mas também de abrigo. É um modo singular de inteligência física, emocional e intelectual. E uma bússola de leitura política: sabemos que, diante das forças conservadoras e neoliberais, a única coisa que não podemos fazer é nos recolhermos ao eu individual, à história pessoal, às fantasias narcisistas.
Mães e outras subjetividades afins, sobreviventes e ativistas estamos num momento de enorme aprendizado coletivo em um território em chamas. No 28S estivemos na ronda da Praça de Maio e no Congresso. Levamos em nossas mãos os nomes das crianças e jovens, misturados indistintamente. Levamos nomes de todo o país. Ninguém carregava a «sua» causa porque a «sua» causa estava nas mãos de outrxs. Uma praça inteira gritou olhando para nós, mas também se olhando entre si: eu acredito em você, sim. Porque a causa dxs indefensáveis, das bruxas, das loucas é, absolutamente e há séculos, uma causa comum.
Buenos Aires, outubro de 2023
Natalia Ortiz Maldonado es docente, investigadora, escritora, feminista, editora de Hekht, madre protectora. Trabaja en carreras de grado y posgrado en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Lanús. Ha publicado libros, prólogos y textos de investigación en Argentina, Chile, Brasil, Inglaterra y España.