
por Nazaret Castro
Reseña del libro: Aguirre, Patricia (2017) Una historia social de la comida. Buenos Aires: Lugar Editorial.
En la vida de todos los seres, el alimento es el proceso por el cual lo otro, lo extraño, deviene uno con el que lo consume e indistinguible de él. Es, pues, una evidente figura de la unidad de trascendencia, de la fundamental identidad del adentro y el afuera.
(Escrito védico de la India)
Hay libros que son resultado de toda una vida de trabajo; este es uno de ellos, y vaya si se nota. La antropóloga argentina Patricia Aguirre lleva décadas investigando la comida como un hecho social total, esto es, un área de nuestras vidas que no sólo es vital en sí misma -es sabido que somos lo que comemos-, sino que es capaz de explicar por qué y cómo somos lo que somos, ya que también, y sobre todo, comemos lo que somos.
Una historia social de la comida es un viaje que nos lleva desde los mismos orígenes de la especie hasta la actualidad, pasando por tres grandes transiciones gastronómicas que modificaron la forma de conseguir comida y de alimentarnos pero, también, la forma en que dividimos el trabajo y distribuimos su fruto. La relevancia histórica social de la comida la resume así la autora:
En la opacidad que adquieren en ella los fenómenos sociales reside la fuerza de la alimentación para reproducir material y simbólicamente la sociedad misma, por eso el cuidado que todos los regímenes políticos, a través de la historia, han puesto en controlarla. (p. 24)
La primera de esas tres transiciones, dice Aguirre, es la revolución de la carne, que nos hizo humanos. En efecto, pasar de una dieta vegetariana a una dieta omnívora posibilitó que se redujese el tamaño del intestino de nuestros ancestros; y eso fue lo que permitió el aumento del cerebro humano. También se redujo el tiempo dedicado a la comida, que pasó de las 10 a 16 horas de los grandes primates vegetarianos a las 3 a 5 horas de los omnívoros. Esta modificación biológica tuvo pronto consecuencias sociales: llegó de la mano de la primera división del trabajo, que fue por sexos: las mujeres, que debían amamantar a sus crías, se especializaron en la recolección de frutos y semillas, mientras los hombres se dedicaron a la caza -si bien otras investigaciones refutan estos datos y plantean que, en realidad, hombres y mujeres cazaban por igual. Sea como fuere, en las incipientes sociedades patriarcales con división sexual del trabajo, y pese a que la mayor parte de las calorías y nutrientes necesarios para la supervivencia del grupo la aportaba la recolección de vegetales, la caza se convirtió pronto en la actividad más valorada socialmente, que a su vez impuso a las colectividades humanas la necesidad de actuar en grupo y utilizar herramientas. Con el control del fuego sería posible la cocina, que fue, desde el comienzo, colectiva, y que, posiblemente, fue desde los orígenes una invención de las mujeres.
La segunda gran transición gastronómica llegaría mucho después: fue la revolución de los granos, que nos hizo desiguales. La domesticación de animales y plantas, señala Aguirre, demoró unos cinco mil años, y sólo sucedió cuando las inclemencias climáticas imposibilitaron a nuestros ancestros la supervivencia a partir de la caza y la recolección. Porque, en realidad, vivir de la caza, la pesca y la recolección de frutas y semillas era la solución más óptima: llevaba menos tiempo de trabajo que trabajar la tierra y pastorear, y permitía una alimentación más adecuada, en tanto más variada. Las sociedades primitivas eran a su manera opulentas, pero igualitarias, porque el nomadismo hacía muy costosa la acumulación.
Todo eso cambió con la domesticación de especies como el arroz, el trigo, el maíz o la palma aceitera, que, diez mil años atrás, comenzaron a configurar un mundo donde se podía acumular el alimento: los graneros se convirtieron en un lugar central de la vida en sociedad, y comenzaron a surgir grupos sociales con el poder de dirigir la distribución del alimento; esa acumulación, de alimento y de poder, posibilitó la vida urbana y el desarrollo de grandes civilizaciones, pero también nos hizo más desiguales y peor alimentados, pues especializarnos en la producción de unos pocos alimentos -los más rendidores, pero no siempre los más nutritivos- empobreció y homogeneizó nuestra dieta, así como lo hizo también con los ecosistemas.
La tercera transición llegó con el capitalismo, y ha configurado una sociedad opulenta, pero muy mal nutrida: fue la revolución del azúcar, que comienza con la modernidad y la conquista de América, donde pronto se instalaron los primeros ingenios con mano de obra esclava; pero se consolida en el último medio siglo, cuando la comida industrial toma nuestra dieta y es casi imposible librarnos del consumo de azúcar, al menos si compramos en el supermercado. Como sugiere Aguirre, con la consolidación del capitalismo, la agricultura y la posterior industria agroalimentaria se someten a un propósito: rebajar el costo de alimentar a los obreros. También, desde los primeros monocultivos de caña de azúcar destinados a la exportación a Europa, se instala un fenómeno crucial de las sociedades capitalistas: la deslocalización y desestacionalización de los regímenes alimentarios. Las regiones sometidas por el orden colonial, como América Latina y África, son puestas a producir para otros: así, pierden soberanía alimentaria y sufren un agudo deterioro de sus ecosistemas, como se aprecia en la desertificación de los suelos de tierras en Cuba y el Nordeste brasileño, otrora vergeles y hoy desecadas tras varios siglos de explotación azucarera.
La situación empeora, tanto en lo que refiere a nuestra salud como en lo tocante a la destrucción de nuestro entorno natural, tras la Revolución Verde que comenzó en los años 50 y 60 del siglo pasado, que amplió las fronteras del monocultivo, y acabó con las formas tradicionales de trabajar la tierra para imponer fertilizantes y plaguicidas hechos a base de petróleo y agroquímicos. Desde la revolución biotecnológica de fines de siglo, se suman las semillas transgénicas, híbridas y “mejoradas”, que, en el lenguaje del capitalismo, quiere decir que son diseñadas para ser más rentables y dejar mayores ganancias a las empresas, en detrimento, muchas veces, no sólo de la fertilidad de los suelos -es decir: en detrimento de la alimentación y calidad de vida de las generaciones futuras-, sino también de nuestra salud y del bienestar de las comunidades campesinas que se ven desplazadas por el modelo del agronegocio. La Revolución Verde trató de legitimarse con el argumento de que acabaría con el hambre -algo que no sucedió-, pero en la práctica se introdujo con altas dosis de violencia y, desde los años 80, a través del chantaje que impusieron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a los países del Sur global, a través de las políticas de endeudamiento y ajuste estructural. La palma aceitera es apenas un ejemplo de ello.
Más aún: surgen nuevos intermediarios, saberes expertos que tienen que garantizar el producto: “el comensal ya no puede confiar en sí mismo para evaluar el alimento que come”, escribe Aguirre. El comerciante tampoco puede garantizar nada en la era del supermercadismo, donde la confianza se deposita en la marca y en las certificaciones expertas. Comemos productos ultraprocesados que, en lugar de los nutrientes que necesitamos, nos engordan a base de mezclas de azúcar, grasas y harinas que nos hacen adictos. “La abundancia no nos hizo más sanos ni más felices: sólo más gordos”.
En definitiva, comer es un evento humano, que no sólo nos aporta nutrientes, sino sentidos: cocinamos y comemos colectivamente, uniendo en ese hecho fundamental lo biológico, lo simbólico, lo político y lo social. Porque los humanos, a diferencia del resto de los animales, somos comensales. Como recuerda Aguirre, comemos carne hace 2,5 millones de años; cocido, hace un millón; leche, hace diez mil años; azúcar refinada hace 300; aditivos, hace apenas 30 años. La autora finaliza su monumental obra con la misma frase con la que, confiesa, termina todas sus conferencias desde hace años: la necesidad de “producir nuestra comida con sustentabilidad, distribuir con equidad y consumir en comensalidad”.
O QUE COMEMOS NOS DIZ SOBRE QUEM SOMOS
por Nazaret Castro
Resenha do livro: Aguirre, Patricia (2017) Uma história social da comida. Buenos Aires: Lugar Editorial.
Na vida de todos os seres, o alimento é o processo pelo qual o outro, o estranho, devém com o que o consome e indistinguível dele. É, pois, uma evidente figura da unidade de transcendência, da fundamental identidade do dentro e fora.
(Escrito védico da Índia)
Há livros que são resultado de toda uma vida de trabalho; este é um deles, e já de início se nota. A
antropóloga argentina Patricia Aguirre levou décadas pesquisando a comida como um fato social total, isto é, um área de nossas vidas que não só é vital em si mesma – é sabido que somos o que comemos-, como também é capaz de explicar por que e como somos o que somos, já que também, e sobretudo, comemos o que somos.
Uma história social da comida é uma viagem que nos leva desde as origens da espécie até a atualidade, passando por três grandes transições gastronômicas que modificaram a forma de conseguir comida e de nos alimentar mas, também, a forma com que dividimos o trabalho e distribuímos seus frutos. A relevância histórica social da comida é assim resumida pela autora:
Na opacidade que adquirem nela os fenômenos sociais é que reside a força da alimentação para reproduzir material e simbolicamente a sociedade em si, por isso o cuidado que todos os regimes políticos, através da história, têm tido em controlá-la. (p. 24)
A primeira dessas três transições, diz Aguirre, é a revolução da carne, que nos fez humanos. De fato, passar de uma dieta vegetariana a uma dieta omnívora possibilitou que se reduzisse o tamanho do intestino de nossos ancestrais; e isso foi o que permitiu o aumento do cérebro humano. Também se reduziu o tempo dedicado à comida, que passou de 10 a 16 horas dos grandes primatas vegetarianos às 3 a 5 horas dos omnívoros. Esta modificação biológica teve logo consequências sociais: chegou por sua mão a primeira divisão do trabalho, que foi por sexos: as mulheres, que deveriam amamentar suas crianças, se especializaram na coleta de frutos e sementes, enquanto os homens se dedicaram à caça. Em que pese que a maior parte das calorias e nutrientes necessários para a sobrevivência do grupo provinha da coleta de vegetais, a caça se converteu rápido em uma atividade mais valorizada socialmente, o que, por sua vez, impôs às coletividades humanas a necessidade de atuar em grupo e utilizar ferramentas. Com o controle do fogo seria possível a cozinha, que foi, desde o início, coletiva, e que, possivelmente, foi desde as origens uma invenção das mulheres.
A segunda grande transição gastronómica chegaria muito depois: foi a revolução dos grãos, que nos fez desiguais. A domesticação de animais e plantas, assinala Aguirre, demorou uns cinco mil anos, e só aconteceu quando as inclemências climáticas impossibilitaram aos nossos ancestrais a sobrevivência à partir da caça e da coleta. Porque, na realidade, viver da caça, da pesca e da coleta de frutas e sementes era a solução mais razoável: exigia menos tempo de trabalho do que cultivar a terra e pastorear, e permitia uma alimentação mais adequada, pela sua variedade. As sociedades primitivas eram a sua maneira opulentas, mas igualitárias, porque o nomadismo tornava muito custoso qualquer tipo de acumulação.
Tudo isso mudou com a domesticação de espécies como o arroz, o trigo, o milho ou a palma azeiteira, que, dez mil anos atrás, começaram a configurar um mundo onde se podia acumular o alimento: os graneros converteram-se num lugar central da vida em sociedade, e começaram a surgir grupos sociais com o poder de dirigir a distribuição do alimento; esse acúmulo, de alimento e de poder, possibilitou a vida urbana e o desenvolvimento de grandes civilizações, mas também nos fez mais desiguais e pior alimentados, pois nos especializar na produção de uns poucos alimentos – os mais rentáveis, mas nem sempre os mais nutritivos – empobreceu e homogeneizou nossa dieta, assim como o fez também com os ecossistemas.
A terceira transição chegou com o capitalismo, e tem configurado uma sociedade opulenta, mas muito mal nutrida: foi a revolução do açúcar, que começa com a modernidade e a conquista de América, onde cedo se instalaram os primeiros engenhos com mão de obra escrava; mas se consolida no último meio século, quando a comida industrial toma nossa dieta e é quase impossível nos livrar do consumo de açúcar, ao menos se compramos no supermercado. Como sugere Aguirre, com a consolidação do capitalismo, a agricultura e a posterior indústria agroalimentícia se submetem a um propósito: rebaixar o custo de alimentar aos operários. Também, desde os primeiros monocultivos de cana de açúcar destinados à exportação a Europa, se instala um fenômeno crucial das sociedades capitalistas: a desterritorialização e desestacionalização dos regimes alimentares. As regiões submetidas pela ordem colonial, como América Latina e África, são postas a produzir para outros: assim, perdem soberania alimentar e sofrem uma aguda deterioração de seus ecossistemas, como se verifica na desertificação dos solos de terras em Cuba e no Nordeste brasileiro, outrora virgens e hoje dessecadas depois de vários séculos de exploração açucareira.
A situação piora, tanto no que se refere a nossa saúde como no tocante à destruição de nosso meio natural, depois da Revolução Verde que começou nos anos 50 e 60 do século passado, que ampliou as fronteiras do monocultivo, e acabou com as formas tradicionais de trabalhar a terra para impor fertilizantes e inseticidas feitos a base de petróleo e agroquímicos. Desde a revolução biotecnológica do final do século, somam-se as sementes transgênicas, híbridas e “melhoradas”, que, na linguagem do capitalismo, quer dizer que são desenhadas para ser mais rentáveis e deixar maiores taxas de lucro às empresas, em detrimento, muitas vezes, não só da fertilidade dos solos -isto é: em detrimento da alimentação e qualidade de vida das gerações futuras-, como também de nossa saúde e do bem-estar das comunidades camponesas que se vêem destroçadas pelo modelo do agronegócio. A Revolução Verde tratou de legitimar-se com o argumento de que acabaria com a fome -algo que não aconteceu-, mas na prática se introduziu com altas doses de violência e, desde os anos 80, através da chantagem que impuseram o Banco Mundial e o Fundo Monetário Internacional aos países do Sul global, através das políticas de endividamento e ajuste estrutural. A palma azeiteira é apenas um exemplo disso.
Mais ainda: surgem novos intermediários, saberes técnicos que devem garantir o produto: “o comensal (indivíduos que comem juntos) já não pode confiar em si mesmo para avaliar o alimento que come”, escreve Aguirre. O comerciante também não pode garantir nada na era do supermercadismo, onde a confiança se deposita na marca e nas certificações especializadas. Comemos produtos ultraprocessados que, no lugar dos nutrientes que precisamos, nos engordam a base de misturas de açúcar, gorduras e farinhas que nos fazem viciados. “A abundância não nos fez mais saudáveis e nem mais felizes: só mais gordos”.
Definitivamente, comer é um evento humano, que não só nos dá nutrientes, nos dá também sentidos: cozinhamos e comemos coletivamente, unindo nesse fato fundamental o biológico, o simbólico, o político e o social. Porque os humanos, diferente do resto dos animais, somos comensales. Como recorda Aguirre, comemos carne faz 2,5 milhões de anos; cozido, faz um milhão; leite, faz dez mil anos; açúcar refinado faz 300; aditivos, faz menos que 30 anos. A autora finaliza sua monumental obra com a mesma frase com a que, confessa, termina todas as suas conferências há anos: a necessidade de “produzir nossa comida com sustentabilidade, distribuir com equidade e consumir em comensalidade”.
Desde niña, mi mayor pasión es escribir. Soy periodista, madrileña y vivo en América Latina desde 2008. He colaborado con medios como Le Monde Diplomatique, Público y La Marea, y formo parte del colectivo de periodismo independiente Carro de Combate, que analiza los impactos socioambientales de lo que consumimos. Entiendo que el feminismo implica la descolonización de nuestras vidas, cuerpos y mentes y esa es una tarea cotidiana, muchas veces ardua pero también profundamente liberadora.