Ilustración: Cristina Jiménez

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Recuerdo la primera vez que leí acerca de ciertas semillas con las que se enterraban los muertos en el antiguo Egipto. Trigo y cebada se depositaban en pequeñas urnas como ajuar al lado los cuerpos ya embalsamados de los grandes faraones, para que en la otra vida tuvieran con qué cultivar la nueva tierra y poder alimentarse. Son muchos los que han fantaseado con la idea de que esas semillas de trigo, después de miles de años guardadas, esperando como animales que hibernan, conservasen todavía su fertilidad. Es una imagen preciosa que no me quito de la cabeza: arropar al cuerpo del que se fue, inerte, con semillas. Como una especie de nana para los muertos que acompaña a alguien que se va y desaparece, algo que se convierte en una hermana de tumba y en algo más valioso, algo que podría brotar en cualquier momento con las condiciones adecuadas. La vida dormida junto al muerto, esperando latente un pellizco como el agua, como la arcilla, aguardando una condición o varias idóneas para desperezarse y seguir. 

Hay un tipo de semilla que es capaz de pasar muchísimo tiempo sin germinar para evitar la extinción, para que siempre exista un banco de simientes en el suelo. Con ellas no es posible la desaparición de su especie. Son las llamadas «semillas duras». El trébol subterráneo (Trifoliumsubterraneum) entierra sus propias semillas cuando se encuentran en pleno proceso de maduración, como si clavara un arpón en la tierra para que no puedan ser devoradas por los animales que pastorean por la zona. Esta planta es una especie anual que pasa el verano en forma de semilla. Y no solo entierra sus simientes para asegurar la persistencia, también las envuelve en un glomérulo de cálices no fértiles que las protegen y retienen la humedad. Es como si sus semillas no se entendieran sin actividades como el pastoreo: los animales las consumen por su alto contenido en proteína y se convierten, sin saberlo, en los elegidos para transportarlas y hacerlas germinar en otras zonas diferentes a la de origen. Otras, como el trébol carretón (Medicagopolymorpha), se enganchan en el lomo de un animal trashumante para germinar y crecer a miles y miles de kilómetros de donde comenzaron el camino. 

La condición de ser devorado, de convertirse en un desaparecido para volver a la vida, para aparecer de nuevo y dar paso al germen, al tallo, a las hojas, a los frutos. Aquí es imprescindible la digestión, un camino obligatorio para estas semillas, el estómago del animal como forma de retorno. ¿Podría ser algo así también la escritura, la transmisión oral de las palabras y los cuentos? ¿Las lecturas y lo que oímos desde nuestra infancia, como la digestión de las semillas para quien escribe? Quizásasí también sobreviven nuestras lenguas, historias y canciones, a base de pasar de generación en generación en las bocas y oídos de los nuestros. 

¿No te has fijado nunca en esa especie de arbustos que aparecen en algunos árboles, como los álamos, con una forma y un color totalmente diferentes al que les da cobijo? La primera vez que los vi pensé que eran nidos. En realidad, esos nuevos habitantes, como el muérdago, no son propios del árbol, ni sirven de abrigo para las aves y sus crías. Son especies parásitas que crecen en los árboles gracias a la dispersión de otros que las llevan hasta allí, como los pájaros y otros animales que viven en los árboles, como el lirón careto o la ardilla. Alimentar y depredar otro cuerpo se convierte así en la única forma de asegurar que las semillas alcancen nuevas ramas, broten y nazcan en otro sistema que no les pertenece. 

¿Seremos nosotras también como esos pequeños mamíferos al dispersar historias, poemas, palabras? ¿Podrá suceder, sin que lo sepamos, sin que nos demos cuenta, que surjan esas palabras, narrativas y lenguas nuevas? 

Los babilonios se referían al lugar donde enterraban a sus muertos como un sitio donde el polvo es un nutriente y la arcilla un alimento. En quechua, la palabra mallqui significa a la vez ‘momia’ y ‘semilla’. La muerte y la vida, un mismo punto de sutura donde vuelve a empezar lo que acaba. El que se marcha da paso al nacimiento, a la raíz en el nuevo suelo. Otra vez sucediéndose la vida. Así, con la palabra dada, podríamos decir entonces que el que se marcha nunca morirá. Y si pensamos en palabras-semilla digeridas, que se transmiten y cuentan, podemos decir que los que se van siguen aquí, latiendo en nuestras lenguas y acentos, en nuestra forma de na- rrarnos. La palabra contada, digerida, transmitida: la palabra viva. 

Sigo rebuscando sobre germinación, polvo, semillas, surcos…, y tropiezo en la red con una columna preciosa de la politóloga mapuche Verónica Azpiroz, dedicada a su abuela Manuela por su muerte: 

No existe la palabra muerte en la lengua mapuche para describir ese estado en las personas. Cuando alguien muere, se dice «mapulugün». Mapulugünes volverse territorio. Manuela ya es territorio – vida. Por eso, con Kajfükura seguiremos afirmando que no hay muerte: «En los hijos de mis hijos me levantaré». Kümerupuñichuchu Manuela! Pewmagenñipüjü remapuchegeiñ

No sé qué significan las dos últimas frases, pero me parecen terriblemente bellas. Quizás no necesito entenderlas, ni hace falta. Porque con su escritura la autora ha creado un vínculo conmigo, aunque ella nunca llegue a saberlo. Una trenza invisible que anuda y sostiene, pero que también abraza al territorio y al cuerpo y los entiende y concibe como uno solo. Paro y preparo la boca. Hablo en voz alta. Pronuncio sola en mi habitación: «Mapulugün». Volverse territorio. Y me queda un regusto a barro, a ramitas, a cáscaras de semillas. A hojas que se amontonan y se deshacen tras la humedad y a pequeños cuerpos de mamíferos. Digo semilla, tierra, palabra…, pero no encuentro tal símil en mi lengua para esa expresión que me conmueve y me emociona por todo lo que en una sola palabra conlleva: volverse territorio. Y pienso, pienso muchas veces en la escritura como ese latido infinito que me empuja hacia lo que no conozco. Como esa semilla que existía por sí sola y, una vez que germina y empieza la vida, necesita de más elementos y de otras vidas para poder existir. Y que, a pesar de todo, con sus primeras y nuevas raíces, se aferra. 

¿Será que se pueden heredar las manías? ¿Llevarlas dentro de las moléculas del ADN innatas, tímidas, silenciosas, y desenvolverlas con el paso de los años sin darnos cuenta? Me gusta pensar en estas tareas que asimilamos como muy personales o muy propias, como algo que no obedece al azar, pero no sabemos de dónde vienen. Quiero creer en una genealogía posible, en alguna mujer que sucedió hace muchísimosaños antes que yo, lejana; sonrío imaginando que ni los apellidos alcanzan, y que además de compartir células, juntas compartimos y juntas heredamos de una constelación muy lejana manías peculiares y extrañas. Y que estas no salen de un día para otro por sí mismas, sino que necesitan de ciertos mecanismos desde el exterior, ajenos a nosotras, a nuestros cuerpos. Siempre imagino que las fuerzas que las desencadenan tienen que ver con la misma tierra, con la misma naturaleza para comenzar a suceder. 

Desde pequeña tengo la manía de seguir rastros. Plumas, pelos, lanas. Huellas frescas, fluidos, huesos. Hilos, hojas, ramitas. Ruidos que se forman ante ti de ese que va antes que tú, pero al que nunca ves. Porque la mayoría de las veces, por no decir todas, nunca alcanzas al animal que sigues. Solo tocas y observas lo que ha ido dejando a su paso. Yo no puedo evitar recoger estas pequeñas muestras que tuvieron que ver con el invisible. Lleno la casa de lo que tuvo que ver con él, una especie de recordatorio, una manera de recordar y de recordarme a mí misma, una forma de señalar que una vez estuve allí. Para ser sincera, no recuerdo por qué comencé a recoger con cariño lo que encontraba a mi paso por el campo. Me gusta pensar que antes hubo un animal que llamó, un nido caído en el camino señalando, un resto de pelo de depredador en la corteza del árbol donde paras a descansar. Incluso si prestas un poquito de atención al suelo y miras bien, puedes conocer la dieta del animal o qué pequeñosmamíferos le sirven de alimento y viven en la zona, como ocurre con las egagrópilas, que son mezclas de materiales no digeribles que regurgitan algunas aves. Pequeños restos como quitinas de insectos, pelo,plumas, huesecillos, espinas de peces que tras pasar por sus cuerpos nos revelan datos del animal y sus hábitos. Otro idioma que nace y cuenta sin necesidad de palabras. 

Como no hay nadie en mi entorno que tenga esa costumbre, me dejo llevar y me recreo imaginando a alguna mujer lejana de mi familia haciendo lo mismo. Necesitando lo mismo para seguir adelante. Y no todo se reduce a cosas materiales, también hago fotos, recojo sonidos, grabo vídeos. Quiero que el recuerdo de lo que nunca vi abarque todo, y más ahora en los días que corren y tocan: con la situación de emergencia climática en la que nos encontramos, esta manía se vuelve obsesiva, descarada y no deja de latir. Como una especie de recordatorio doloroso, un pinchacito sin tirita a continuación: no recogerás, no oirás, no seguirás; no habrá rastro posible, porque aquellos y aquellas que no ves pero se dejan sentir ya no están. 

Ilustración: Cristina Jiménez

Hace unos años descubrieron en Irak unos terrones de polen en la sepultura de un neandertal. Estos nunca enterraban a los suyos con ofrendas, por lo que el descubrimiento ha abierto un nuevo interrogante. No se sabe si el polen provenía de algunas flores con las que pudieron decorar el cuerpo o si algún roedor lo llevó hasta la tumba a modo de despensa, una reserva de comida para la llegada del frío. Puede que nunca lo sepamos, y por eso mismo, me siento tan atraída hacia ese lugar al que nunca iré y esos elementos que nunca tocaré ni recogeré. De nuevo el gesto, el vínculo imaginado, una narrativa pendiente, colgada de un hilo, esperando las palabras que faltan para poder entenderla. Como dejar una impronta, seguir una marca, reconocer alguna señal. Algo cotidiano y simple, pero que fuera de lugar nos descoloca y nos atrae sin remedio, másallá de los posibles contenidos y significados. He de reconocer que estos pequeños terrones de polen se convirtieron en compañeros. Me venían a la cabeza cada dos por tres y desencadenaban en mi imaginación situaciones a veces tontas, otras ilusas. ¿Qué fue lo que hizo arrancar una flor por primera vez? ¿Cómo las recogerían? ¿Cómoreconocerían la muerte? ¿De qué forma colocarían el cuerpo? ¿Volverían la vista atrás una vez terminada la ceremonia? ¿Saldría de la boca algún sonido a modo de despedida? ¿Algún gesto? ¿Cómo imaginarlos? ¿Cómo replicar con mi cuerpo y mi voz el sonido, la palabra no oída? 

Era primavera, puede que tres añosatrás. Trabajando con Magdalena, una ganadera de la sierra de Córdoba, ocurrió algo que hizo despertar una de esas manías que creo innatas y dormidas en alguna célula cercana. No recuerdo bien qué pasó ni cómo, lo que sí se me quedó bien adentro fue su resultado. No sé si fue un pájaro que cantó o se cruzó, si le pregunté cómo se llamaba alguna hierba silvestre que vi en la cerca donde pastoreaban sus cabras, o si simplemente Magdalena me empezó a contar acerca de los nombres y orígenes de los aperos que descansaban sobre la fachada de cal de la casa. Sucedió que, aunque compartimos la misma lengua y somos de la misma provincia, lo que ella me contaba, a través de las palabras que usaba, era algo totalmente extraño para mí. Aquella mañana, ella y sus animales, sin quererlo, dieron paso e hicieron brotar esa nueva manía, otra insistencia con el lenguaje y el vínculo. Otra forma más de volverse territorio. 

Y gracias a esa mañana mis oídos cambiaron. Comenzaron a escuchar de otra forma, a estar pendientes de las palabras escogidas, de las expresiones usadas. Me di cuenta de que llegaba tarde. Era yo la forastera en mi propia casa. Algo que siempre está ahí pero no quieres verlo, no tiene derecho a la luz y te acompaña hasta que corres el velo. Descubrí que hasta en mi familia se usaban palabras que yo había asimilado como tales y de las que nunca había cuestionado su origen o su significado. No formaban parte de mi lengua. Habían quedado marginadas, excluidas de lo común, del lenguaje del día a día, a veces incluso del propio diccionario. Y de nuevo el ejercicio, la obsesión, la manía. Empecé a recoger esas palabras y las metí en un cuaderno, resguardadas, apretadas contra mí. Como se hace con las semillas, que se colocan en un papel para secarlas y una vez preparadas, se guardan dentro de pequeños tarritos de cristal en la despensa o en el cuartillo para la próxima siembra. Así fue como las palabras de mi familia y de las personas con las que trabajo en el campo comenzaron a viajar del pueblo a la ciudad y a conocer nuevos espacios a los que agarrarse para poder germinar. Y así, empecé a hacer un juego durante estos años: lanzar estas palabras a los demás sin revelar su significado. Las arrojaba como el agricultor lanza las semillas al surco, esperando la nueva vida, el brote, la flor, sus frutos. Sí, estas palabras son desconocidas, extrañas, ausentes. Pero tocan, remueven y despiertan algo que no se puede nombrar, que llevamos dentro y que sigue ahí, latente, esperando la luz adecuada para ser visible y hacerse notar. Sacan del sueño un interés que consigue que el idioma de mi la familia y de tantos y tantas se mantenga vivo. También rescatan algo más. Lo que no se conoce trae consigo preguntas a los nuestros, nuevos nombres, antiguas raíces, recuerdos que se creían dormidos pero que siguen ahí. Recuperan el vínculo y consiguen sacar a la superficie una nueva lengua sobre la que volver a sembrar. Un nuevo idioma fértil y hermano del que poder alimentarnos. 

Y es que el campo y nuestros medios rurales tienen otros ritmos y otras canciones: una manera de hablar única que hermana territorio, personas y animales. Nuestros pueblos se deshabitan a la vez que dejan de oírse y usarse términos muy ligados a sus orígenes. Muchas de estas palabras llevan demasiado tiempo a la intemperie, y a menudo la acepción ligada al campo ni siquiera aparece en el Diccionario de la Real Academia Española. Han dejado de resultarnos cercanas, convirtiéndose la mayoría en huérfanas y desconocidas. Si no las cuidamos, muchas morirán con nuestros mayores y nuestros pueblos. Por eso este libro: esta almáciga. Un punto de encuentro. Una ceremonia para volverse semilla, raíz, apero, injerto, territorio. Una mano que tiende tranquila y sin reproche y abraza a los medios rurales y urbanos. Un nuevo lenguaje para atrochar caminos y veredas entre campo y ciudad. Un sustrato donde esas expresiones descansen; una semillera para recuperar sus palabras y sus significados, para volver a oírlas y nombrarlas, para que arraiguen entre nosotros y las tengamos más cerca; un vivero en el que mimarlas y cobijarlas con nuestros cuerpos e idiomas. 

Un diálogo-tejido con nuestro medio rural para que ellas germinen y puedan volver a existir. 

Mientras escribo, en mi pueblo siguen cortando el agua. Seguimos esperando la lluvia que no llega. Nadie este año ha preparado el huerto y no dejamos de mirar al suelo. Se agrieta tras nuestros pasos, los pájaros pelean con el barro de los pocos charcos que quedan en los regatos para poder beber. La falta de agua y la sequía que nos acosa duelen demasiado. Mi abuela ya no anda, mi tío no ha preparado los surcos, tampoco ha sacado de la despensa sus semillas. Aquí, por primera vez, vemos las jaras secarse. Sin agua no hay espacio para la vida, no hay posibilidad para el alimento. Me duele pensar que hay palabras que no volveré a oír más cuando mi abuela se vaya. Palabras en su voz que nunca conoceré. Palabras que como esos granos de polen, quedarán huérfanas, sin registro, sin significado, pendientes de una voz o una mano que las cuide. Me da rabia la posibilidad de que el huerto de mi casa pueda desaparecer y se convierta en desierto. En tierra inútil, callada, olvidada. Y del dolor, retomo ese pulso. Vuelve la manía, y sigo, sigo recogiendo palabras. Creo en la memoria, como en el agua. Me agarro a ellas. Y las pienso, las canto. Las invoco. Puede que este sea un amuleto para seguir. Reconocernos en el lenguaje, rescatar otras formas de existencia, otros encuentros, otras posibilidades en los tiempos de emergencia que nos toca vivir. La palabra como semilla, como materia orgánica. Y la escritura como una azada que se hunde en la tierra, como las trochas, esos caminos que abren los animales para moverse por el monte. Como el esperado empollo que aún no llega, esas primeras hierbas que surgen en el campo tras las primeras lluvias. Como esos frutales que insisten creciendo salvajes en un huerto que se volvió huérfano hace años y siguen buscando la luz entre la maleza. Como los zaragüelles y las pergañas, esas semillas que se enganchan en nuestros calcetines y zapatos para germinar en otro lugar. Así la supervivencia, así la memoria del agro, del suelo, de lo pastoril, de los ecosistemas. La memoria, la memoria, la memoria. La voz. La lengua. La palabra no oída pero sí imaginada. La palabra como mucosa, como protección, como envoltura. El territorio infinito del lenguaje. Así, esta memoria no podrá detenerse nunca. 

Ilustração: Cristina Jiménez

A palavra-semente 

Por María Sánchez

Tradução: Larissa Bontempi

Lembro da primeira vez que li sobre como enterravam os mortos com certas sementes no Egito antigo. Trigo e cevada eram depositados em pequenas urnas como um enxoval, ao lado dos corpos já embalsamados dos grandes faraós, para que na outra vida pudessem cultivar a nova terra e alimentar-se. São muitos os que fantasiaram com a ideia de que essas sementes de trigo, guardadas por milhares de anos, como animais que hibernam, ainda conservam sua fertilidade. É uma imagem belíssima que não sai da minha cabeça: agasalhar, com sementes, o corpo de quem se foi, inerte. Como uma espécie de acalanto para os mortos, que acompanha alguém que se vai; algo que se transforma em uma irmã de túmulo e em algo mais valioso: algo que poderia brotar a qualquer momento nas condições adequadas. É a vida adormecida junto aos mortos, esperando latente uma fisgada como a água ou a argila, aguardando uma condição apropriada, ou várias, para espreguiçar-se e seguir. 

Há um tipo de sementes capaz de passar muito tempo sem germinar para evitar a extinção, para que sempre exista um banco de sementes no solo. Com elas, é impossível que sua espécie desapareça. São as chamadas «sementes duras». O trevo-subterrâneo (Trifolium subterraneum) enterra suas próprias sementes quando se encontra em pleno processo de maturação. É como se cravasse um arpão na terra para que elas não sejam devoradas pelos animais que caminham pela região. Essa planta é uma espécie anual que passa o verão em forma de semente. Não só enterra suas sementes para garantir a persistência, mas também as envolve em um glomérulo de cálices inférteis que as protege e as mantém úmidas. É como se suas sementes não fossem compreendidas sem atividades como o pastoreio: os animais as consomem por seu alto teor proteico e tornam-se, sem saber, os escolhidos para transportá-las e fazê-las germinar em áreas diferentes de sua origem. Outras, como o carrapiço (Medicagopolymorpha), se prendem às costas de um animal transumante para germinar e crescer a milhares e milhares de quilômetros de onde começaram o caminho. 

A condição de ser devorado, de se tornar um desaparecido para voltar à vida, para voltar a aparecer e dar lugar ao germe, ao caule, às folhas e aos frutos. A digestão é imprescindível aqui: é um caminho obrigatório para essas sementes, o estômago do animal como forma de retorno. A escrita, a transmissão oral de palavras e os contos também podem ser algo assim? Seriam as leituras e o que ouvimos desde a nossa infância como a digestão de sementes para quem escreve? Talvez seja também assim que nossas línguas, histórias e canções sobrevivam, passando de geração em geração, nas bocas e nos ouvidos dos nossos. 

Você já notou aquele tipo de arbusto que aparece em algumas árvores, como os choupos, com uma forma e uma cor totalmente diferentes daqueles que os protegem? A primeira vez que os vi, pensei que fossem ninhos. Na verdade, esses novos habitantes, como o visco, não são típicos da árvore, nem servem de abrigo para pássaros e seus filhotes. São espécies parasitas que crescem nas árvores graças à dispersão de outras que os carregam para lá, como pássaros e outros animais que vivem nas árvores, como o leirão ou o esquilo. Alimentar-se e depredar outro corpo torna-se assim a única forma de garantir que as sementes cheguem a novos ramos, brotem e nasçam em outro sistema que não lhes pertence. 

Será que nós somos como esses pequenos mamíferos, espalhando histórias, poemas, palavras? É possível que surjam essas novas palavras, narrativas e linguagens, sem que saibamos ou que percebamos? 

Os babilônios se referiam ao local onde enterravam seus mortos como um lugar onde a poeira é um nutriente e a argila é o alimento. Em quéchua, a palavra mallqui significa «múmia» e «semente». A morte e a vida, o mesmo ponto de sutura onde o que acaba recomeça. Quem sai dá lugar ao nascimento, à raiz no novo solo. A vida acontecendo novamente. Assim, com a palavra dada, poderíamos então dizer que aquele que parte nunca morrerá. E se pensarmos em palavras-sementes digeridas, que são transmitidas e contadas, podemos dizer que aqueles que partem ainda estão aqui, batendo em nossas línguas e sotaques, em nosso modo de narrar. A palavra contada, digerida, transmitida: a palavra viva. 

Continuo em busca de germinação, poeira, sementes, sulcos…, e encontro na rede uma bela coluna da cientista política mapuche Verónica Azpiroz, dedicada à sua avó Manuela por sua morte: 

A palavra morte não existe na língua mapuche para descrever este estado nas pessoas. Quando alguém morre, eles dizem «mapulugün». Mapulugün é tornam-se território. Manuela já é território – vida. Portanto, com Kajfükura, continuaremos afirmando que não há morte: «Nos filhos dos meus filhos renascerei». Kümerupuñichuchu Manuela! Pewmagenñipüjü remapuchegeiñ

Não sei o que as duas últimas frases significam, mas elas me parecem terrivelmente bonitas. Talvez eu não tenha de entendê-las; não é preciso. Porque, com sua escrita, a autora criou um vínculo comigo, embora ela nunca saiba disso. Uma trança invisível que amarra e sustenta, mas também abraça o território e o corpo e os entende e os concebe como um só. Paro e preparo minha boca. Digo em voz alta. Pronuncio sozinha no meu quarto: “Mapulugün”. Tornar-se território. E fica um gosto de barro, ramos, cascas de sementes. Folhas que se acumulam e se desfazem após a umidade e os pequenos corpos de mamíferos. Digo semente, terra, palavra…, mas não encontro na minha linguagem tal símile para aquela expressão que me comove e me emociona por tudo que em uma palavra implica: tornar-se território. E penso, penso muitas vezes na escrita como aquela batida infinita que me empurra para o que não conheço. Como aquela semente que existiu por si mesma e, uma vez que germina e a vida começa, ela precisa de mais elementos e outras vidas para existir. E, apesar de tudo, com suas primeiras e novas raízes, se agarra. 

Será que é possível herdar manias? Carregá-las dentro das moléculas de DNA inatas, tímidas e silenciosas e desenvolvê-las ao longo dos anos sem perceber? Gosto de pensar nessas tarefas que assimilamos como muito pessoais ou muito próprias, como algo que não é obedecido ao acaso, mas que não sabemos de onde vem. Quero acreditar em uma genealogia possível, em alguma mulher que existiu muitos, muitos anos antes de mim, muito longe; sorrio imaginando que nem os sobrenomes bastam e que, além de compartilhar células, juntas compartilhamos e herdamos manias peculiares e estranhas de uma constelação muito distante. E que estas não surgem sozinhas de um dia para o outro, mas precisam de certos mecanismos exteriores, alheios a nós, aos nossos corpos. Sempre imagino que as forças que as desencadeiam têm a ver com a própria terra e a própria natureza para começar a acontecer. 

Desde pequena tenho o hábito de seguir rastros. Penas, cabelos, lã. Pegadas frescas, fluidos, ossos. Fios, folhas, galhos. Ruídos que se formam diante de você, daquele que está adiante, mas a quem você nunca vê. Porque, na maioria das vezes, senão em todas, você nunca alcança o animal que segue. Você somente toca e vê o que deixou para trás. Não posso deixar de coletar essas pequenas amostras que têm a ver com o invisível. Encho a casa com o que tinha a ver com isso, uma espécie de lembrete, uma forma de me registrar, uma forma de sinalizar que já estive lá. Para ser sincera, não me lembro por que comecei a recolher carinhosamente o que encontrei ao passar pelo campo. Gosto de pensar que antes havia um animal que chamava, um ninho caído na estrada apontando, um resto de pelo de predador na casca da árvore onde você para para descansar. Aliás, se prestar um pouco de atenção ao chão e der uma boa olhada, poderá saber a dieta do animal ou quais pequenos mamíferos servem de alimento e vivem na área, como as egagrópilas, que são misturas de materiais não digeríveis que alguns pássaros regurgitam. Pequenos restos mortais como quitinas de insetos, pelos, penas, ossículos, espinhos de peixes que ao passarem por seus corpos revelam informações sobre o animal e seus hábitos. Outra língua que nasce e narra sem a necessidade de palavras. 

Como não há ninguém em meu entorno que tenha esse hábito, me deixo levar e me divirto imaginando alguma mulher distante de minha família fazendo a mesma coisa. Precisando da mesma coisa para continuar. E nem tudo se reduz a coisas materiais, eu também tiro fotos, coleciono sons, gravo vídeos. Quero que a memória do que nunca vi englobe tudo, e mais ainda agora nos dias correntes: com a situação de emergência climática em que nos encontramos, esta mania torna-se obsessiva, escancarada e não para de bater. É como uma espécie de lembrete doloroso, seguido de uma picadinha sem band-aid: você não recolherá, nem ouvirá, nem seguirá; não haverá rastro possível, porque aqueles e aquelas que você não vê, mas sente, não estão mais lá. 

Ilustração: Cristina Jiménez

Alguns anos atrás, torrões de pólen foram descobertos no túmulo de um Neandertal, no Iraque. Eles nunca enterravam o seus com oferendas. Por isso, a descoberta abriu uma nova questão. Não se sabe se o pólen veio de algumas flores com as quais puderam decorar o corpo ou se foi levado por algum roedor até a sepultura como despensa ou reserva de alimento para a chegada do frio. Talvez nunca saibamos e, por esse motivo, estou tão atraída por esse lugar a que nunca irei e por aqueles itens que nunca tocarei ou colherei. De novo o gesto, o vínculo imaginado; uma narrativa pendente, pendurada por um fio, à espera das palavras que faltam para poder compreendê-la. É como deixar uma impressão, seguir uma marca ou reconhecer algum sinal. Algo corriqueiro e simples, mas que está deslocado e nos atrai sem remédio, para além do conteúdo e dos significados possíveis. Tenho de admitir que esses pequenos torrões de pólen se tornaram companheiros. De quando em quando, eles vinham à minha mente e desencadeavam situações em minha imaginação que às vezes eram tolas, em outras, ilusões. O que foi que os fez arrancar uma flor pela primeira vez? Como as colhiam? Como reconheceriam a morte? Como posicionariam o corpo? Eles olhariam para trás quando a cerimônia acabasse? Sairia algum som da boca, como despedida? Algum gesto? Como imaginá-los? Como replicar com meu corpo e minha voz o som, a palavra não ouvida? 

Era primavera, talvez três anos atrás. Enquanto trabalhava com Magdalena, uma fazendeira da Serra de Córdoba, aconteceu algo que despertou uma daquelas manias que acredito serem inatas e dormentes em uma célula próxima. Não me lembro bem o que aconteceu nem como, o que certamente ficou dentro de mim foi o resultado. Não sei se foi um pássaro que cantou ou cruzou, se eu perguntei qual era o nome de uma erva silvestre que vi na cerca onde pastavam as cabras dela, ou se Magdalena simplesmente começou a me contar os nomes e as origens das ferramentas que repousavam na fachada de cal da casa. Acontece que, embora falemos a mesma língua e sejamos da mesma província, o que ela me disse, através das palavras que usou, foi algo totalmente estranho para mim. Naquela manhã, ela e seus animais, involuntariamente, deram lugar e fizeram brotar essa nova mania, outra insistência na linguagem e no vínculo. Mais uma forma de tornar-se território. 

E, graças a essa manhã, meus ouvidos mudaram. Passaram a ouvir de uma forma diferente, a ter consciência das palavras escolhidas, das expressões utilizadas. Percebi que havia chegado tarde. Eu era a estranha em minha própria casa. Algo que está sempre aí, mas você não quer ver, que não tem direito à luz e que te acompanha até você puxar o véu. Descobri que mesmo em minha família eram usadas palavras que eu assimilei como tais e das quais nunca questionei sua origem ou significado. Eles não faziam parte da minha língua. Foram marginalizadas, excluídas do ordinário, da linguagem do dia a dia, às vezes até do próprio dicionário. E novamente o exercício, a obsessão, a mania. Comecei a recolher essas palavras e colocá-las em um caderno, resguardadas, pressionadas contra mim. Tal como é feito com as sementes, que são colocadas num papel para secar e depois de preparadas, são guardadas em pequenos potes de vidro na despensa ou no quarto para o próximo plantio. Foi assim que as palavras da minha família e das pessoas com quem trabalho no campo começaram a viajar da vila para a cidade e a descobrir novos espaços para se prender e germinar. Assim comecei a fazer um jogo nesses anos: jogar essas palavras aos outros sem revelar o seu significado. Jogava como o fazendeiro joga as sementes no sulco, esperando por uma nova vida, o broto, a flor e seus frutos. Sim, essas palavras são desconhecidas, estranhas e ausentes. Mas eles tocam, mexem e despertam algo que não tem nome, que carregamos dentro e que ainda está lá, latente, aguardando a luz certa para serem visíveis e notadas. Tiram do sonho um interesse que faz com que a linguagem da minha família e de tantas pessoas continue viva. Elas também resgatam outra coisa. O que desconhecido traz consigo questionamentos, novos nomes, velhas raízes, memórias que se acreditava que estivessem adormecidas, mas que ainda estão lá. Eles recuperam o vínculo e conseguem trazer à tona uma nova linguagem para semear novamente. Uma nova língua fértil e irmã para nos alimentarmos. 

A questão é que o campo e o nosso meio rural têm outros ritmos e outras canções: uma forma única de falar que une território, pessoas e animais. Nossos povos estão se desabitando ao deixarem de ouvir e usar termos intimamente ligados às suas origens. Muitas dessas palavras foram esquecidas por muito tempo e, muitas vezes, o significado ligado ao campo nem sequer aparece no Dicionário da Real Academia Espanhola. Elas se afastaram de nós, a maioria deles tornando-se órfãs e desconhecidas. Se não cuidarmos delas, muitas morrerão com nossos mais velhos e nossas vilas. Por isso, este livro: esta horta. Um ponto de encontro. Uma cerimônia para se tornar uma semente, raiz, instrumento, enxerto, território. Uma mão que se estende com calma e sem censura e abraça o meio rural e urbano. Uma nova linguagem para percorrer estradas e caminhos entre o campo e a cidade. Um substrato onde essas expressões repousam; uma sementeira para resgatar suas palavras e seus significados, para ouvi-las novamente e nomeá-las; para que se enraízem entre nós e estejam mais próximas; um viveiro para mimá-las e abrigá-las com nossos corpos e idiomas. 

Um diálogo-tecido com o nosso meio rural para que germinem e possam voltar a existir. 

Enquanto escrevo, continuam cortando a água na minha vila. Continuamos esperando a chuva que não vem. Ninguém este ano preparou a horta e não deixamos de olhar para o chão. Ele estala atrás de nós, os pássaros lutam com a lama das poucas poças que ficaram nos riachos para beber. A falta de água e a seca que nos assola doem muito. Minha avó não anda mais, meu tio não preparou os sulcos, nem tirou as sementes da despensa. Aqui, pela primeira vez, vemos a esteva seca. Sem água não há espaço para a vida, não há possibilidade de comida. Dói pensar que há palavras que nunca mais ouvirei quando a minha avó for embora. Palavras em sua voz que eu nunca conhecerei. Palavras que, como aqueles grãos de pólen, ficarão órfãs, sem registro, sem significado, esperando uma voz ou uma mão que cuide delas. Sinto raiva com a possibilidade de o jardim da minha casa desaparecer e virar um deserto. Em uma terra inútil, quieta, esquecida. E com a dor, volto a esse pulso. A mania retorna, e eu continuo, continuo colhendo palavras. Acredito na memória, como na água. Agarro-me a elas. E as penso, as canto. Eu as invoco. Este talvez seja um amuleto a seguir. Reconhecer-nos na linguagem, resgatar outras formas de existência, outros encontros, outras possibilidades em tempos de emergência que temos que viver. A palavra como semente, como matéria orgânica. E escrever como uma enxada que afunda no chão, como trilhas, aquelas estradas que os animais abrem para passar pelas montanhas. Como a tão esperada ninhada que ainda não chegou, aquelas primeiras ervas que aparecem no campo depois das primeiras chuvas. Como aquelas árvores frutíferas que insistem em crescer silvestres em uma horta órfã há anos e continuam a procurar a luz na vegetação rasteira. Como as trigos-de-perdiz e as pergañas, aquelas sementes que ficam presas em nossas meias e sapatos para germinar em outro lugar. Daí a sobrevivência, daí a memória da agricultura, do solo, do pastoreio, dos ecossistemas. Memória, memória, memória. A voz. A língua. A palavra não ouvida, mas imaginada. A palavra como mucosa, como proteção, como envoltura. O território infinito da linguagem. Assim, essa memória nunca poderá ser interrompida. 

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