
Imagen: Käthe Kollwitz
Nesta quinta-feira que passou, aconteceu mais uma vez uma terrível brutalidade1.
Um rapaz conhecido foi morto; ele levou um tiro na cabeça, tiro disparado pela arma de um policial.
O rapaz assassinado era filho de um senhor muito conhecido da gente aqui nas redondezas, um pobre senhor que perdeu a mãe por estes dias, uma mãe que viveu acamada por muito tempo.
Eu o encontrei por aí, dias depois do velório de seu filho, poucos meses depois do velório de sua mãe. Seu olhar andava perdido e ele parecia não conseguir processar tanta tristeza e violência.
Meu coração ficou muito apertado ao vê-lo assim, sem rumo de tanta tristeza, e a vida adquiriu um peso muito maior.
O policial – que pagou fiança no valor de um salário mínimo – está outra vez nas ruas, e disse que o tiro (na cabeça) foi um acidente.
É tão medíocre…
É triste, insano.
É uma vida de merda, onde a vida de quem é pobre não vale nada.
Somos vulneráveis, ainda mais nos bairros e favelas em que vivemos e atravessamos todos os dias.
Passei por perto quinze minutos antes da violência acontecer. Estava indo buscar meu filho na escola, ele estuda na rua em que tudo aconteceu.
Penso um segundo: – poderia ser eu, poderia ser você, mas dessa vez foi o moço que a gente conhecia, filho daquele senhor, já tão sofrido. Foi alguém próximo, porque a violência não está longe. Ela está aqui.
Não me finjo de cega: nem para a violência do Estado, nem da polícia. Não existe acidente em um tiro na cabeça.
Saber que isso tende a piorar dói, dá vontade de fugir.
Sobra angústia, sobra indignação, e, por cima de todos os destroços, velórios e tristezas, nós resistimos na dor e na rebeldia.
UN BRASIL «COTIDIANO» EN CADA VILLA, EN CADA PERIFERIA1

El jueves pasado, una vez más una terrible brutalidad.
Un muchacho conocido fue muerto; se llevó un tiro en la cabeza, disparado por el arma de un policía.
El muchacho asesinado era hijo de un señor muy conocido nuestro, de aquí de las cercanías, un pobre señor que perdió a la madre por estos días, una madre que vivió en cama, enferma, por mucho tiempo.
Yo lo encontré por ahí, días después del velorio de su hijo, pocos meses después del velorio de su madre. Su mirada andaba perdida y él parecía no poder procesar tanta tristeza y violencia.
Mi corazón quedó muy apretado al verlo así, sin rumbo de tanta tristeza, y la vida adquirió un peso mucho mayor.
El policía -que pagó fianza por el valor de un salario mínimo- está otra vez en las calles, y dijo que el tiro (en la cabeza) fue un accidente.
Es tan mediocre …
Es triste, insano.
Es una vida de mierda, donde la vida de quien es pobre no vale nada.
Somos vulnerables, aún más en los barrios y favelas en que vivimos y atravesamos todos los días.
Pasé cerca de quince minutos antes de que ocurriera la violencia. Estaba buscando a mi hijo en la escuela; él estudia en la calle en que todo sucedió.
Pienso un segundo: Podría ser yo, podrísa ser tú, pero esta vez fue el muchacho que conocíamos, hijo de aquel señor, ya tan sufrido. Fue alguien cercano, porque la violencia no está lejos. Está aquí.
No me hago la ciega: ni para la violencia del Estado, ni de la policía. No hay accidente en un tiro en la cabeza.
Saber que eso tiende a empeorar duele, da ganas de huir.
Sobra angustia, sobra indignación, y, por encima de todos los restos, velorios y tristezas, resistimos en el dolor y la rebeldía.
1 La sección en la que aparece la noticia se llama “Cotidiano”: https://noticias.uol.com.br/