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Ilustración: Pilar Emitxin

El día que, a fines de mayo de 2021, visitamos el asentamiento de Palos de la Frontera, lo encontramos devastado. Pocos días antes, un incendio ha arrasado buena parte de las chabolas, y muchos hombres están, esa tarde, levantando de nuevo sus frágiles viviendas. La situación es de una precariedad tan extrema que da escalofríos: sin luz, sin agua, sin recogida de basura, sin papeles, sin derechos. Su única suerte es que tienen una fuente pública de agua, donde recargar sus garrafas, a escasos metros de las chabolas, en el polígono industrial que se alza frente al asentamiento. “¿Cuánto le costaría al Ayuntamiento colocar unos tubos para que el agua llegase hasta el asentamiento? No es, evidentemente, una cuestión de falta de presupuesto. Interesa mantener a estas personas en condiciones indignas. Si la gente está sin agua, será más fácil que acepte peores condiciones laborales. La rentabilidad de la fresa en Huelva se basa en la existencia de estos asentamientos”, afirma frente a las chabolas Pastora Filigrana, abogada y activista por los derechos humanos.

En la provincia andaluza de Huelva, miles de personas, llegadas de países como Senegal y Marruecos, viven en asentamientos como el de Palos de la Frontera. Cada día, pasan vehículos que se llevan a unos cuantos hombres y mujeres para trabajar a cambio de un exiguo jornal; si protestan por las condiciones, difícilmente los tomen al día siguiente. No hay muchas más oportunidades de empleo, así que muchos hacen la temporada de la fresa para después marchar a otras regiones, en un nomadismo forzado que les expone a todo tipo de situaciones: en Lleida, cuentan, ni chabolas les permiten hacerse, así que les toca dormir al raso. A comienzos de 2020, el relator de la ONU para la pobreza extrema y los derechos humanos, Philip Alston, visitó Huelva y se mostró “espantado” por las condiciones que encontró en los asentamientos. Nada, o muy poco, ha cambiado desde entonces.

Este es uno de los tres perfiles que se encuentran en los invernaderos onubenses de frutos rojos, que requiere cada año de los brazos de unas cien mil temporeras, en su mayoría mujeres. Están las autóctonas, que el resto del año trabajan en otros sectores también precarizados, como la hostelería y los cuidados. Y están, por último, las mujeres, en su mayoría marroquíes, que llegan con contratos de origen para trabajar los dos o tres meses que dura la temporada y regresar, después, a sus lugares de origen. Estas temporeras suelen vivir en las viviendas que las empresas han construido en las propias fincas, a varios kilómetros del pueblo, aisladas y en un contexto en el que la empresa despliega toda una serie de estrategias de control de sus movimientos dentro y fuera del horario de trabajo, y a menudo las encargadas de la finca juegan un rol intimidatorio: “Tiemblo sólo al escuchar su nombre”, confiesa Zahra (nombre ficticio) en Almonte.

Ser pobre sale muy caro

“Aquí se paga por todo”, nos explican en el asentamiento de Palos de la Frontera. Por todo es, literalmente, por todo. Entre 300 y 600 euros tienen que pagar por empadronarse, porque no es fácil obtener el padrón cuando tu tez es oscura, estás sin papeles y tu domicilio es una chabola sin servicios de luz ni agua. Entre 3.000 y 6.000 euros por un contrato de trabajo que alimenta la promesa de conseguir la regularización de la residencia; una cantidad desorbitada que se paga recogiendo frutos rojos, pero también a cambio de sexo, porque el abuso sexual –que se convierte en prostitución de supervivencia si no queda otra que aceptar el chantaje– se ha convertido en una constante, como denuncia FatihaSuleman (nombre ficticio) [1]. En otras palabras: estas mujeres deben pagar con sexo la “oportunidad” de trabajar en los invernaderos a cambio de un sueldo de miseria.

Cuando dicen que pagan por todo es que, literalmente, pagan por todo. Entre 300 y 500 euros salen los materiales para construir una chabola a base de palés, cartones y plásticos; a razón de 1,5 euros el palé, que les venden las propias compañías freseras. Y vuelta a empezar si, como sucede demasiado a menudo, el fuego devora las viviendas: varias de las mujeres con las que hablamos en el asentamiento de Palos afirman que pasan la noche en vela, sin poder conciliar el sueño por miedo a que sus casas se incendien.

De tanto pagar por todo, a muchas temporeras contratadas en origen termina por no salirles a cuenta el viaje. Deben costearse la PCR obligatoria para viajar, a la ida y al regreso. Se les descuenta su jornal el pasaje de vuelta a Marruecos. A menudo pagan un alquiler de en torno a 50 euros por vivir en las fincas; otras veces, les piden 50 euros para guardarles el puesto el año próximo, aunque difícilmente cumplirán su promesa. Si, como ha sido el caso en 2021, el trabajo escasea, trabajarán muchas menos horas de las 39 semanales pactadas y el salario mensual será mucho menor que el prometido. Si años atrás les daban una libreta en la que figuraban esos descuentos, ahora todo es mucho más opaco, y muchas terminan endeudándose.

Diez euros pagan, migrantes y autóctonas, por el chip que, en algunas empresas, están obligadas a llevar al tajo para que se controlen minuciosamente las cajas de fresas que recogen cada día; las que menos recogen, son penalizadas: no podrán ir a trabajar por unos días y, por tanto, no cobrarán. Pagan también por la mochila o bolso transparente con la que deben acudir a trabajar, para que el empresario sepa que no están robando la fruta que sus manos recogen, durante un mínimo de siete horas al día, agachadas bajo los plásticos del invernadero. Ellas mismas deben aprovisionarse de los mecanismos con los que son controladas.

En algunas empresas, como Hortifruit, las mujeres marroquíes se ven obligadas a firmar un seguro médico, contratado con el banco La Caixa, que no saben para qué sirve, porque ni está en su lengua ni nadie se lo traduce, por el que llegan a pagar hasta 200 euros. La que tiene NIE (documento de extranjería) paga menos; la que está sin papeles, paga más: cuanto más vulnerables, más expuestas a todo tipo de abusos. Y sin embargo, a pesar de pagar el seguro médico privado, y a pesar de pagar la Seguridad Social que se les descuenta de sus nóminas, si caen enfermas encuentran grandes dificultades para recibir asistencia sanitaria: en algunas empresas, el encargado les pide 50 euros para llevarlas al hospital. En casos extremos, ni siquiera se les permite salir de la finca y buscar por sus propios medios el camino al hospital.

Por todo les cobran y tan poco reciben las mujeres que ponen sus brazos para que el alimento pueda llegar a nuestra mesa. Y no es sólo la explotación: es, también, el desprecio. “Nos humillan, nos insultan, nos dicen todo el tiempo que somos unas sucias”, nos cuentan dos temporeras en Lepe. En algunas fincas, las temporeras denuncian insultos constantes; en otras, les impiden ir a trabajar en tirantes y pantalón corto –imagine la lectora el calor que en el mes de mayo debe hacer en Huelva bajo los plásticos de los invernaderos–; hay encargados que exigen que les limpien el coche a cambio de una botella de Fanta; las ‘manijeras’ que ponen orden en el tajo niegan a menudo el derecho a ir al baño. La lista de atropellos es larga, y ha sido muy bien documentada en las crónicas de Olga Rodríguez y Justa Montero [2].

Punto de intersección entre el racismo estructural y el patriarcado, los cuerpos de las temporeras son percibidos como un lugar del que siempre es posible extraer aún más valor. Aunque hay empresas que hacen las cosas bien –un caso destacable es el de Flor de Doñana–, los abusos que relatamos son antes la norma que la excepción, ante la pasividad de las autoridades y de la sociedad en su conjunto. Y no se trata apenas de Huelva: como sostiene un reciente informe de Terra! [3], semejantes condiciones de sobreexplotación se reproducen en Murcia y en otros lugares de de producción agrícola en Italia y Grecia. El problema es sistémico y es una consecuencia de haber adaptado el campo español a las necesidades de un mercado global cada vez más controlado por un puñado de empresas transnacionales.

Controlar los alimentos para controlar a los pueblos

Precarización, presión para cumplir con parámetros de productividad imposibles, empleo de mano de obra migrante aún más vulnerable que la autóctona, situaciones de encierro y semiencierro, violencia sexual sistemática, salarios exiguos a los que se aplican todo tipo de descuentos, endeudamiento. La realidad de las temporeras de Huelva no dista demasiado de lo que escuché, visitando las plantaciones de caña de azúcar y palma aceitera, en los campos de Guatemala, Ecuador y Colombia [4]. La profunda similitud entre unas y otras condiciones laborales y vitales habla del carácter sistémico de la explotación, y da pistas sobre el funcionamiento global de un sistema agroalimentario en el que un puñado de empresas multinacionales decide qué se cultiva, en qué condiciones se produce y quién se apropia del valor en cada fase de la cadena. Más aún: el caso de Huelva explicita hasta qué punto, en Europa, la viabilidad de la agricultura insertada en esos engranajes globales depende de la sobreexplotación de los trabajadores migrantes.

El propio diseño de los contratos en origen, por medio de los que miles de temporeras marroquíes arriban a Huelva cada año para suplir la demanda de empleo de los dos o tres meses de la temporada de la fresa, es ilustrativo de estas dinámicas globales. La patronal negocia esos contratos con la Agencia Nacional para la Promoción del Empleo y las Habilidades de Marruecos (Anapec), y exige requisitos pensados para que sea una mano de obra dócil y que tenga motivos para regresar a su país una vez termine la temporada: mujeres rurales, de entre 25 y 45 años, con hijos menores de 14 a su cargo.

No fue siempre así. Hubo un tiempo en que eran brazos andaluces y extremeños los que recogían la fresa en Huelva, un trabajo que, por su precariedad y su dureza, recayó siempre sobre las poblaciones más vulnerables. En torno al cambio de siglo, las condiciones en España y en el mundo habían cambiado y esta labor demandaba mano de obra extranjera [5]. Comenzaron a llegar contingentes de mujeres de Europa del Este, de países como Rumanía y Polonia. Pero pronto su presencia causó malestar: los empresarios freseros se quejaban de que “salen de noche”, “se echan novios españoles” o “no quieren volver a su país cuando acaba la campaña” [6]. Así que la patronal pactó con Marruecos para traer trabajadoras que consideraba más dóciles. Este año, tras la falta de entendimiento entre Madrid y Rabat para la vuelta a su país de las temporeras, los empresarios de la fresa apuestan ya por la contratación en origen en Honduras. Entre tanto, las empresas onubenses de la fresa se van haciendo más fuertes en Marruecos, donde las trabajadoras cobran menos de un euro por hora.

Si los abusos y la sobreexplotación son una constante, no sólo en Huelva sino en los campos de Murcia, Lleida y otros países del Sur de Europa, es porque se trata de un problema estructural, y no de casos aislados, como demuestran para el caso de Huelva las investigaciones de la antropóloga Alicia Reigado ”[7]. De las tres fases de la cadena global de valor del agronegocio, las dos que acaparan el valor (la de innovación y biotecnología, a un extremo, y la distribución, al otro) están controladas por grandes empresas y laboratorios internacionales, que ahogan a las empresas productoras, quienes a su vez recortan del único extremo que todavía controlan: la mano de obra. Esto, por supuesto, no justifica los métodos que emplea la patronal para abusar de sus trabajadoras, pero sí pone en primer plano cómo, a nivel global, un pequeño puñado de empresas biotecnológicas y distribuidoras acaparan el valor que genera el sistema agroalimentario. Y ya lo dijo Henry Kissinger: “Controla el petróleo y controlarás naciones; controla los alimentos y controlarás pueblos”.

La banalidad del mal

Las temporeras con las que hablamos en Almonte, en Lepe y en Palos de la Frontera están profundamente asustadas por la posibilidad de que les vean hablando con nosotras. Saben que, si sus patrones saben que han hablado con nosotras, no volverán a emplearlas; por eso, les he atribuido nombres ficticios a Fátima, Zahra, Kenza y Chadia. Tal vez sólo una cosa impresiona aún más que el miedo atroz que sienten las temporeras que se acercan a hablar con nosotras: el silencio de tantas personas que saben de las condiciones en las que se vive en los asentamientos y se han acostumbrado a ese triste paisaje, y aún más, la complicidad de quienes se aprovechan de la vulnerabilidad de estas mujeres. Porque, cuando el trasiego de personas obligadas a migrar se convierte en un negocio, se va creando una extensa red de complicidades. Desde las empresas que incumplen lo que estipula el contrato de las temporeras a los funcionarios de La Caixa que tramitan los seguros médicos a los que obliga la empresa Hortifruit; desde los ayuntamientos que mantienen los asentamientos en condiciones infrahumanas a los inspectores de Trabajo que hace tiempo que dejaron de cumplir su función en los campos de Huelva; desde los sindicatos mayoritarios que abandonan a las trabajadoras del campo a las oenegés que han optado por ser parte del problema y no de la solución. Y, también, la sociedad que calla y la prensa que otorga su silencio cómplice.

“Es la banalidad del mal”, sintetiza con lucidez la periodista Isabel Cadenas, citando a Hannah Arendt. Y es, también, el racismo. Porque resulta difícil de creer que, si estas mujeres fueran blancas y españolas, si fueran percibidas como seres plenamente humanos y no como “las otras”, se permitieran condiciones de vida como las que se sufren en los asentamientos o en algunas de las fincas. Es sobre la base de ese racismo estructural e institucional que la patronal fresera, como también esa ultraderecha de Vox que sube como la espuma en pueblos como Lepe y Almonte, agita en los tajos y en las calles la división entre los autóctonos y “los otros”, bajo esa vieja máxima del “divide y vencerás” que no por ser más vieja que el hambre dejó de ser terriblemente efectiva.

Las jornaleras de Huelva, en el epicentro de la lucha

Las Jornaleras de Huelva en Lucha conjuran esa división: ellas saben que garantizar los derechos de las jornaleras andaluzas depende de que se logren mejores condiciones de vida para sus compañeras migrantes. “Trabajamos unidas desde los feminismos, el ecologismo y el antirracismo”, explica Ana Pinto, que, a sus 34 años y con 16 años de trabajo en el campo a sus espaldas, decidió dar un paso al frente y denunciar las condiciones de los tajos, aun a sabiendas de que se arriesgaba a no volver a ser contratada. Su amistad con NajatBassit fue el germen de este colectivo, pues, como escribe Olga Rodríguez, “que dos mujeres se conozcan en el momento adecuado a veces puede cambiar su vida y la de otras”.

Olga forma parte, como también las ya citadas Isabel, Justa y Pastora, de una incipiente red feminista a la que me enorgullece pertenecer. Todo comenzó cuando las Jornaleras de Huelva en Lucha tramaron, en alianza con la red de investigación feminista La Laboratoria y con el Museo Reina Sofía, la posibilidad de organizar un viaje a Huelva para que un grupo de mujeres juristas, periodistas y activistas conociésemos de primera mano lo que ocurre en el campo onubense. Así surgió laBrigada de Observación Feminista, una semilla de organización colectiva con una mirada decididamente antirracista y sindicalista. “Abramos las cancelas” es el grito con el que acompañamos a las jornaleras: porque el cierre de las cancelas de las fincas posibilita todo tipo de abusos, pero también porque son otras cancelas, las de las fronteras, las que sostienen todo el entramado de superexplotación [8] que convierte a unas personas –mujeres, racializadas, pobres, sin papeles– en las más vulnerables, y por tanto, expropiables.

Tras aquel viaje, iniciático para muchas de nosotras, el equipo jurídico de la Brigada elaboró un informe que recoge los abusos documentados[9] y la red de complicidades que ha instalado la impunidad en el campo onubense; junto a las Jornaleras, se reunieron con las ministras de Trabajo y de Igualdad, Yolanda Díaz e Irene Montero, respectivamente. Esperamos de ellas medidas que acompañen sus palabras de apoyo. Con todo, sabemos que no hay soluciones simples a problemas complejos: por eso, revertir el modelo del agronegocio en nuestros campos requiere de un abordaje multidimensional que incluya un endurecimiento de las inspecciones de trabajo, políticas públicas para promover un modelo agroecológico y cambios en las leyes migratorias.  Así lo explica Ana Pinto, una de las impulsoras de JHL: “Si, por ejemplo, nos pusieran a limpiar el monte y los bosques, no sólo seríamos menos dependientes de este modelo de agricultura que nos explota, sino que evitaríamos incendios como el de Amonaster la Real [que devastó en 2020 más de 12.000 hectáreas]”. Pinto hace, también, un llamamiento al movimiento agroecológico: “Que traigan su conocimiento y sus saberes a este territorio, que nos ayuden a fomentar otro modelo de agricultura que respete nuestros recursos naturales y nuestros derechos; y, así, que este sea un foco para que otros agricultores quieran dar el paso hacia la transición agroecológica”.

Escuchar a las que no pueden olvidar

Escribe Sidney W. Mintz en su clásico ensayo Dulzura y poder que, con el primer té que un británico tomó con azúcar traída de las Américas, cambió “lo que es una persona y lo que significa serlo”. La caña de azúcar fue el primero de los monocultivos que convirtieron el continente recién conquistado en una fuente pretendidamente inagotable de materia prima gratis para las metrópolis, despojando a los nativos de sus tierras y sus saberes, al tiempo que se iniciaba el infame comercio de esclavos negros para, entre otras cosas, llenar de brazos los cañaverales. “Al comprender la relación entre producto y persona, volvemos a desvelar nuestra propia historia”, afirma Mintz. Sucede que esa historia es profundamente dolorosa, y no queremos verla. Por eso dice Boaventura de Sousa Santos que el mundo se divide en dos tipos de personas: las que no quieren recordar y las que no pueden olvidar [10].

También del azúcar, el primero de los “monarcas agrícolas” que describió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, dijo el historiador francés AugustinCochin: “La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral”. Del mismo modo, en la historia de una fresa está grabada a sangre y fuego la desposesión del pueblo andaluz, la colonización del pueblo marroquí, el sometimiento de la agricultura a los engranajes del agronegocio global, la destrucción de los acuíferos y la degradación de las marismas de Doñana, el cierre mezquino de las fronteras europeas y las pateras que llegan a costas gaditanas. Los cuerpos de las mujeres pobres y racializadas del Sur global han sido marcados históricamente, tras siglos de colonialismo, patriarcado y capitalismo, como los más expropiables, y sobre estas condiciones se alza la rentabilidad de la industria fresera.

El movimiento feminista tiene aquí un papel fundamental que cumplir si entiende que, como señala bellhooks, «no podemos cambiar un solo aspecto del sistema sin cambiarlo por completo» [11]. Las opresiones se combaten juntas.  El feminismo pierde la oportunidad histórica de ser emancipador si no se involucra en las luchas de las mujeres racializadas, rurales, trans y, en general, aquellas que están atravesadas por diferentes opresiones. Es lo que tan bien han entendido las Jornaleras de Huelva, porque en los cuerpos de las temporeras se entrelazan con claridad estas opresiones. Ellas saben que, frente a una patronal que intenta dividirlas –las más avezadas frente a las que menos fresa recogen, las autóctonas contra las extranjeras–, su lucha es la misma y deben darla juntas. Porque si las migrantes no tienen derechos, las andaluzas se tornan más precarias. Porque,en toda Europa, la viabilidad del sector agrario se basa en una sobreexplotación de la mano de obra migrante que no sería posible sin restrictivas leyes de extranjería y perversos contratos en origen. Desde el momento en que la ley considera a ciertas personas como brazos para cubrir los trabajos más duros y más precarios, y no como seres humanos de pleno derecho, se habilitan la segregación y el fascismo, y se abona el terreno al fascismo. Con la lucidez de quien construye desde abajo, desde los afectos y la convicción de que esta batalla debemos darla juntas, las Jornaleras saben que su lucha es, también, la lucha de las trabajadoras sexuales, de los manteros [vendedores ambulantes], de las ‘kellys’ [camareras de piso] [12]. Por eso han creado juntas la SOA (Sindical Obrera Andaluza), un sindicato transversal y asambleario que es, también, un antídoto contra el fascismo.

Comencemos por escuchar lo que tienen para decir. Las jornaleras de Huelva insisten en que el boicot no les ayuda; antes bien, las condena a mayor desempleo. Se trata, entonces, de pensar juntas acciones colectivas y acudir a las calles cuando nos hagan un llamamiento. Se trata de colocar la modificación de la ley de extranjería en el centro mismo de de las reivindicaciones del feminismo; entre otras cosas, porque las mujeres migrantes están desempeñando los trabajos más esenciales para el sostenimiento de la vida, como son la producción de alimentos y las labores de cuidado. Entendemos que un feminismo emancipador debe colocar en el centro la lucha de las mujeres jornaleras, migrantes, periféricas. Sólo así podrá nuestra lucha ser transformadora y evitará ser metabolizada por el capitalismo patriarcal y colonial.

NOTAS

[1] FatihaSuleman | El #FeminismoSindicalista que viene – YouTube

[2] Mujeres trabajadoras en el campo, historias de abusos y explotación (eldiario.es)

Crónica de una visita a los campos de la fresa | ctxt.es

[3]E(U)xploitation – Terra! (associazioneterra.it)

[4]“No la llames africana”. La violenta expansión de la palma de aceite en Colombia. Carro de Combate.

[5] ChadiaArab, Las señoras de la fresa. La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020. Véase también: Alicia Reigada, “Más allá del discurso sobre la ‘inmigración ordenada’: contratación en origen y feminización del trabajo en el cultivo de la fresa en Andalucía”, en revista Política y Sociedad, Vol. 49 Núm. 1:  103-122, 2012.

[6] Pastora Filigrana, “Las jornaleras marroquíes de la fresa. Feminismo antirracista o barbarie”, en Gago, Verónica, Marta Malo y LuciCavallero (eds.), La Internacional Feminista. Luchas en los territorios y contra el neoliberalismo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020.

[7] Alicia ReigadaOlaizola Trabajadoras inmigrantes en los campos freseros (pensamientocritico.org)

[8] Autoras como Maria Mies utilizan el término “superexplotación” –otras veces se habla de “sobreexplotación”– para referirse a la situación que viven quienes, como es el caso de las mujeres racializadas, sufren no sólo la opresión de clase –la que Karl Marx teorizó con el término “explotación”– sino opresiones de raza y género que históricamente han permitido la expropiación del valor de su trabajo no remunerado. Véase Maria Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Madrid, Traficantes de Sueños, 2019 [1999].

[9] Aquí puede consultarse un resumen del Informe y acceder al texto completo: https://jornalerasenlucha.org/la-situacion-de-las-jornaleras-de-huelva-en-la-industria-del-fruto-rojo-informe-juridico/

[10] En el documental Las llaves de la memoria, dirigido por Jesús Arnesto y coproducido por Almutafilm y AljazeeraDocumentaries, 2016.

[11] bellhooks, Afán. Raza, género y política cultural, Madrid, Traficantes de Sueños, 2021 [2015], pág. 17.

[12] En España se llama “manteros” a quienes venden sus productos en la calla sobre mantas en el suelo. Por su parte, las trabajadoras domésticas organizadas se han autodenominado “las Kellys”, que viene de un juego de palabras (“las que limpian”).

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A exploração que sustenta a rentabilidade do morango em Huelva

Por Nazaret Castro

Traduçao Larissa Bontempi

Ilustração: Pilar Emitxin




No dia em que visitamos o assentamento de Palos de la Frontera, no final de maio de 2021, o encontramos devastado. Poucos dias antes, um incêndio acabou com boa parte dos barracos e, nessa tarde, muitos homens estavam erguendo novamente suas frágeis residências. A situação é de uma precariedade tão extrema que dá calafrios: sem luz, sem água, sem coleta de lixo, sem documentos, sem direitos. A única sorte deles é que têm uma fonte pública de água onde enchem suas garrafas a poucos metros dos barracos, no polígono industrial construído em frente ao assentamento. “Quanto custaria para a prefeitura a instalação de tubos para que a água chegasse até o assentamento? Evidentemente, não é uma questão de falta de orçamento. É o interesse em manter essas pessoas em condições indignas. Se as pessoas estão sem água, aceitarão mais facilmente piores condições trabalhistas. A rentabilidade do morango em Huelva é baseada na existência desses assentamentos”, afirma em frente aos barracos a Pastora Filigrana, advogada e ativista pelos direitos humanos.

Na província andaluza de Huelva, milhares de pessoas vindas de países como Senegal e Marrocos moram em assentamentos como o de Palos de la Frontera. Todos os dias, passam veículos que levam vários homens e mulheres para trabalhar em troca de uma diária insuficiente; se reclamam das condições, dificilmente os chamarão no dia seguinte. Não há muito mais oportunidades de trabalho, por isso muitos fazem a época do morango, e depois vão para outras regiões, em um nomadismo forçado que os expõe a todo tipo de situações: contam que em Lleida não permitem sequer que ergam barracos, e só resta dormir ao relento. No início de 2020, Philip Alston, o relator da ONU para a pobreza extrema e os direitos humanos, visitou Huelva e se mostrou “espantado” pelas condições com que deparou nos assentamentos. Desde então, nada ou muito pouco mudou.

Este é um dos três perfis encontrados nas estufas de frutas vermelhas de Huelva, que a cada ano requerem os braços de cerca de cem mil trabalhadores sazonais, em sua maioria mulheres. Existem as nativas, que no resto do ano trabalham em outros setores também precários, como hotelaria e assistência. E há, por fim, as mulheres, em sua maioria marroquinas, que chegam com contrato de origem para trabalhar durante os dois ou três meses da temporada e depois voltam aos seus locais de origem. Essas trabalhadoras temporárias costumam morar nas casas que as empresas construíram nas próprias fazendas, a vários quilômetros da cidade, isoladas e em um contexto em que a empresa desenvolve uma série de estratégias para controlar seus movimentos dentro e fora do horário de trabalho, e muitas vezes as gerentes das fazendas desempenham um papel intimidador: “Tremo ao ouvir o seu nome”, confessa Zahra (nome fictício) em Almonte.

Ser pobre é muito caro

“Aqui se paga por tudo”, nos explicam no assentamento de Palos de la Frontera. Por tudo é, literalmente, por tudo. Têm de pagar entre 300 e 600 euros para se registar, porque não é fácil obter o registro quando você tem a pele escura, está sem papéis e a sua moradia é um barraco sem luz nem água. Entre 3.000 e 6.000 euros por um contrato de trabalho que alimenta a promessa de obtenção da regularização de residência; uma quantia exorbitante que se paga com a colheita de frutas vermelhas, mas também em troca de sexo, porque o abuso sexual — que se torna prostituição para sobreviver se não houver outra escolha a não ser aceitar a chantagem — tornou-se uma constante, conforme relatado por Fatiha Suleman (nome fictício) [1]. Em outras palavras: essas mulheres devem pagar com sexo pela “oportunidade” de trabalhar nas estufas em troca de uma ninharia.

Quando dizem que pagam por tudo é porque pagam por tudo literalmente. Os materiais para construir um barraco à base de paletes, papelão e plásticos custam entre 300 e 500 euros; a uma taxa de 1,5 euros por palete, que é vendido pelas próprias empresas de morangos. E têm de recomeçar se, como acontece com bastante frequência, o incêndio devorar as casas: várias das mulheres com quem falamos no assentamento de Palos afirmam que passam a noite acordadas, sem poder dormir por medo de que as suas casas peguem fogo.

Depois de pagar tanto por tudo, muitas trabalhadoras temporárias contratadas na fonte acabam não conseguindo pagar a viagem. Elas devem pagar pelo PCR obrigatório para viajar, na ida e na volta. O cheque de pagamento delas é descontado na passagem de volta para o Marrocos. Muitas vezes pagam uma renda de cerca de 50 euros para viver nas propriedades; outras vezes, pedem 50 euros para salvar o mesmo cargo no próximo ano, embora dificilmente cumpram a promessa. Se, como foi o caso em 2021, o trabalho é escasso, trabalharão muito menos horas do que as 39 horas semanais acordadas, e o salário mensal será muito inferior ao prometido. Se anos atrás ganhavam uma caderneta com esses descontos, agora tudo fica muito mais opaco e muitos acabam endividadas.

As migrantes e as nativas pagam dez euros, pelo chip que, em algumas empresas, são obrigadas a levar ao trabalho para que as caixas de morangos que recolhem todos os dias sejam meticulosamente controladas; as que colhem menos são penalizadas: ficam alguns dias sem poder trabalhar e, portanto, não serão pagas. Pagam também pela mochila ou sacola transparente com que devem ir para o trabalho, para que o patrão saiba que não estão roubando as frutas que suas mãos colhem, pelo menos sete horas por dia, agachadas sob o plástico da estufa. Elas devem proporcionar a si mesmas os mecanismos com os quais são controladas.

Em algumas empresas, como a Hortifruit, as mulheres marroquinas são obrigadas a assinar um seguro médico, contratado com o banco La Caixa, que não sabem para que serve, porque não está na sua língua nem ninguém o traduz, pelo qual chegam a pagar até 200 euros. Quem tem um NIE (documento de imigração) paga menos; quem está sem documento paga mais: quanto mais vulneráveis, são mais expostas a todo tipo de abuso. No entanto, apesar de pagar um seguro saúde privado, e apesar de pagar a Segurança Social, que é descontada na folha de pagamento, se adoecem, têm muita dificuldade em receber cuidados de saúde: em algumas empresas, o gestor pede 50 euros para leva-las para o hospital. Em casos extremos, eles sequer podem sair da fazenda e encontrar o caminho para o hospital por conta própria.

Tudo é cobrado dessas mulheres que colocam o braço para que a comida chegue à nossa mesa, e elas recebem tão pouco. E não é apenas exploração: é também desprezo. “Eles nos humilham, nos insultam, nos dizem o tempo todo que estamos sujas”, contam dois trabalhadores temporários em Lepe. Em algumas fazendas, as trabalhadoras denunciam insultos constantes; em outros, são impedidos de trabalhar de suspensórios e shorts — imagine o calor que deve fazer em Huelva no mês de maio sob o plástico das estufas —; há gerentes que exigem que seu carro seja limpo em troca de uma garrafa de Fanta; os ‘manijeras’, que coordenam o trabalho frequentemente negam o direito de ir ao banheiro. A lista de abusos é longa e está muito bem documentada nas crônicas de Olga Rodríguez e Justa Montero [2].

Ponto de intersecção entre o racismo estrutural e o patriarcado, os corpos das trabalhadoras temporárias são percebidos como um lugar de onde é sempre possível extrair ainda mais valor. Embora existam empresas que fazem bem as coisas —a Flor de Doñana é um caso notável —, os abusos que relatamos são a regra e não a exceção, dada a passividade das autoridades e da sociedade em geral. E não se trata apenas de Huelva: como argumenta um relatório recente do Terra! [3], essas condições de superexploração são reproduzidas em Murcia e em outros locais de produção agrícola na Itália e na Grécia. O problema é sistêmico e é consequência da adaptação do campo espanhol às necessidades de um mercado global cada vez mais controlado por um punhado de empresas transnacionais.

Controlar os alimentos para controlar os povos

Precarização, pressão para cumprir parâmetros de produtividade impossíveis, emprego de mão-de-obra migrante ainda mais vulnerável que a nativa, situações de confinamento e semiconfinamento, violência sexual sistemática, salários escassos com todos os descontos aplicados, endividamento. A realidade das trabalhadoras de Huelva não está muito longe do que ouvi, visitando as plantações de cana-de-açúcar e dendezeiros nos campos da Guatemala, Equador e Colômbia [4]. A profunda semelhança entre um e outro trabalho e condições de vida fala da natureza sistêmica da exploração e dá pistas sobre o funcionamento global de um sistema agroalimentar em que um punhado de empresas multinacionais decidem o que é cultivado, em que condições é produzida e por quem se apropria de valor em cada etapa da cadeia. Ainda mais: o caso de Huelva deixa claro até que ponto, na Europa, a viabilidade da agricultura inserida nessas engrenagens globais depende da superexploração dos trabalhadores migrantes.

O próprio desenho dos contratos na fonte, através dos quais milhares de trabalhadores temporários marroquinos chegam a Huelva todos os anos para suprir a procura de emprego durante os dois ou três meses da época do morango, é ilustrativo desta dinâmica global. A entidade patronal negocia estes contratos com a Agência Nacional de Promoção do Emprego e Competências do Marrocos (Anapec), e exige requisitos concebidos para que seja uma força de trabalho dócil e que tenha motivos para regressar ao seu país assim que terminar a temporada: mulheres rurais, entre 25 e 45 anos, com filhos dependentes menores de 14 anos.

Nem sempre foi assim. Houve uma época em que os braços da Andaluzia e da Extremadura eram os que colhiam morangos em Huelva, um trabalho que, pela sua precariedade e dureza, recaía sempre sobre as populações mais vulneráveis. Por volta da virada do século, as condições na Espanha e no mundo haviam mudado e esse trabalho exigia mão de obra estrangeira [5]. Contingentes de mulheres começaram a chegar da Europa Oriental, de países como Romênia e Polônia. Mas logo sua presença causou desconforto: os empresários do morango reclamaram que elas “saem à noite”, “têm namorados espanhóis” ou “não querem voltar ao país quando a temporada terminar” [6]. Assim, os patrões fizeram um pacto com o Marrocos para trazer trabalhadoras que considerassem mais dóceis. Este ano, após o desentendimento entre Madri e Rabat para o retorno ao país dos trabalhadores temporários, os empresários do morango já apostam na contratação na fonte  em Honduras. Enquanto isso, as empresas de morangos de Huelva estão se fortalecendo no Marrocos, onde as trabalhadoras ganham menos de um euro por hora.

Se os abusos e a superexploração são uma constante, não só em Huelva, mas também nos campos de Murcia, Lleida e outros países do sul da Europa, é porque se trata de um problema estrutural, e não de casos isolados, como se mostra neste caso. investigações da antropóloga Alicia Reigado ”[7]. Das três fases da cadeia de valor do agronegócio global, as duas que monopolizam o valor (inovação e biotecnologia, de um lado, e distribuição, do outro) são controladas por grandes empresas e laboratórios internacionais, que afogam empresas produtoras, que por sua vez cortam de volta ao único extremo que ainda controlam: a mão de obra. Isso, é claro, não justifica os métodos que os empregadores usam para abusar das trabalhadoras, mas traz à tona como, globalmente, um pequeno punhado de empresas e distribuidores de biotecnologia monopolizam o valor gerado pelo sistema agroalimentar. E Henry Kissinger já disse: “Controle o petróleo e você controlará as nações; controle os alimentos e você controla os povos”.

A banalidade do mal

As trabalhadoras com quem falamos em Almonte, Lepe e Palos de la Frontera estão profundamente assustadas com a possibilidade de as virem a falar conosco. Elas sabem que, se seus empregadores souberem que falaram conosco, não as empregarão novamente; por isso dei nomes fictícios a Fatima, Zahra, Kenza e Chadia. Talvez apenas uma coisa impressione mais do que o medo atroz sentido pelas trabalhadoras que vêm falar conosco: o silêncio de tantas pessoas que sabem das condições em que vivem nos assentamentos e se acostumaram com aquela paisagem triste., e mais ainda, a cumplicidade de quem se aproveita da vulnerabilidade dessas mulheres. Porque, quando a transferência de pessoas forçadas a migrar se torna um negócio, é criada uma extensa rede de cumplicidades. Das empresas que não cumprem o estipulado no contrato de trabalho temporário aos funcionários da La Caixa que processam o seguro médico que a empresa Hortifruit obriga; dos municípios que mantêm os assentamentos em condições subumanas aos inspectores do trabalho que há muito deixaram de exercer a sua função nos campos de Huelva; dos sindicatos majoritários que abandonam os trabalhadores rurais às ONGs que optaram por ser parte do problema e não da solução. E, também, a sociedade que se cala e a imprensa que lhe concede silêncio cúmplice.

“É a banalidade do mal”, sintetiza com lucidez a jornalista Isabel Cadenas, citando Hannah Arendt. E também é racismo. Porque é difícil acreditar que, se essas mulheres fossem brancas e espanholas, se fossem percebidas como seres plenamente humanos e não como «os outros», seriam permitidas condições de vida como as que sofrem nos assentamentos ou em alguma das fazendas. É com base nesse racismo estrutural e institucional que os patrões do morango, assim como aquela ultradireita da Vox que sobe como a espuma em cidades como Lepe e Almonte, agita nos cortes e nas ruas a divisão entre os nativos e “os outros”, sob aquela velha máxima de “dividir para conquistar” que, não porque seja mais velha que a fome, deixou de ser terrivelmente eficaz.

As diaristas de Huelva, no epicentro da luta

As Jornaleras de Huelva en Lucha evocam esta divisão: sabem que a garantia dos direitos das diaristas andaluzas depende da obtenção de melhores condições de vida para suas companheiras migrantes. “Trabalhamos juntas a partir do feminismo, o ambientalismo e o antirracismo”, explica Ana Pinto, que, aos 34 anos e com 16 anos de trabalho no campo, decidiu dar um passo à frente e denunciar as condições dos cortes, inclusive sabendo que ela estava arriscando nunca mais ser contratada. A sua amizade com Najat Bassit foi o germe deste grupo, porque, como escreve Olga Rodríguez, “o fato de duas mulheres se conhecerem na altura certa pode por vezes mudar a sua vida e a de outras pessoas”.

Olga faz parte, como as já citadas Isabel, Justa e Pastora, de uma incipiente rede feminista da qual tenho orgulho de pertencer. Tudo começou quando as Jornaleras de Huelva en Lucha conceberam, em aliança com a rede de investigação feminista La Laboratoria e o Museu Reina Sofia, a possibilidade de organizar uma viagem a Huelva para que um grupo de advogadas, jornalistas e ativistas se conhecessem em primeira mão o que se passa na zona rural de Huelva. Assim surgiu a Brigada de Observação Feminista, semente de organização coletiva com uma visão decididamente antirracista e sindicalista. “Abramos os portões” é o grito com que acompanhamos as diaristas: porque o fecho dos portões das fazendas possibilita todo o tipo de abusos, mas também porque outros portões, os portões fronteiriços, são os que sustentam toda a rede de superexploração [8] que torna algumas pessoas — mulheres, racializadas, pobres, sem documentos — as mais vulneráveis ​​e, portanto, expropriáveis.

Depois daquela viagem, que foi uma iniciação para muitos de nós, a equipe jurídica da Brigada elaborou um relatório que inclui os abusos documentados [9] e a rede de cumplicidades que a impunidade instalou no campo de Huelva; Junto com as Jornaleras, eles se reuniram com as Ministras do Trabalho e da Igualdade, Yolanda Díaz e Irene Montero, respectivamente. Esperamos deles medidas para acompanhar as suas palavras de apoio. Porém, sabemos que não existem soluções simples para problemas complexos: por isso, reverter o modelo do agronegócio em nossos campos exige uma abordagem multidimensional que inclua o endurecimento da fiscalização do trabalho, políticas públicas que promovam um modelo agroecológico e mudanças nas leis de imigração. É assim que explica Ana Pinto, uma das promotoras do JHL: “Se, por exemplo, nos mandassem limpar a serra e a floresta, não só seríamos menos dependentes deste modelo de agricultura que nos explora, mas nós também evitaríamos incêndios como o de Amonaster la Real [que devastou mais de 12.000 hectares em 2020]”. Pinto também faz um apelo ao movimento agroecológico: “Que tragam os seus conhecimentos e saberes para este território, que nos ajudem a promover um outro modelo de agricultura que respeite os nossos recursos naturais e os nossos direitos; e, portanto, que este seja um foco para outros agricultores que queiram dar um passo na direção da transição agroecológica”.

Escutar as que não podem se esquecer

Sidney W. Mintz escreve em seu clássico ensaio Dulzura y poder que, com o primeiro chá que um britânico bebeu com açúcar trazido das Américas, mudou “o que uma pessoa é e o que significa ser”. A cana-de-açúcar foi a primeira das monoculturas que transformaram o continente recém-conquistado em uma fonte supostamente inesgotável de matéria-prima gratuita para as metrópoles, privando os indígenas de suas terras e conhecimentos, enquanto davam início ao infame tráfico de escravos. Negros para, entre outras coisas, encher os canaviais de armas. “Ao compreender a relação entre o produto e a pessoa, revivemos nossa própria história”, diz Mintz. Acontece que esta história é profundamente dolorosa e não queremos vê-la. É por isso que Boaventura de Sousa Santos diz que o mundo se divide em dois tipos de pessoas: as que não querem lembrar e as que não conseguem esquecer [10].

Também do açúcar, o primeiro dos “monarcas agrícolas” que Eduardo Galeano descreveu em As veias abertas da América Latina, disse o historiador francês Augustin Cochin: “A história de um grão de açúcar é uma lição de economia política, política e também de moral «. Da mesma forma, na história do morango a expropriação do povo andaluz, a colonização do povo marroquino, a sujeição da agricultura às engrenagens do agronegócio global, a destruição de aquíferos e a degradação dos pântanos de Doñana, os pequenos encerramento das fronteiras europeias e das embarcações que chegam à costa de Cádis. Os corpos das mulheres pobres e racializadas do Sul global têm sido historicamente marcados, após séculos de colonialismo, patriarcado e capitalismo, como os mais expropriáveis, e nessas condições a rentabilidade da indústria do morango sobe.

O movimento feminista aqui tem um papel fundamental a desempenhar se entender que, como aponta bell hooks, “não podemos mudar um único aspecto do sistema sem mudá-lo completamente” [11]. As opressões são combatidas juntas. O feminismo perde a oportunidade histórica de ser emancipatório se não se envolver nas lutas das mulheres racializadas, rurais, trans e, em geral, daquelas que são atravessadas por diferentes opressões. Isso é o que as Jornaleras de Huelva entenderam tão bem, porque essas opressões estão nitidamente entrelaçadas nos corpos das trabalhadoras temporárias. Eles sabem que, diante de uma associação patronal que tenta dividi-los — as mais experientes versus as que menos colhem morangos, as nativas contra as estrangeiras —, sua luta é a mesma e devem lutar juntas. Porque se as migrantes não têm direitos, as mulheres andaluzas ficam mais precárias. Porque, em toda a Europa, a viabilidade do setor agrícola é baseada na superexploração da mão de obra migrante que não seria possível sem leis de imigração restritivas e contratos perversos na fonte. A partir do momento em que a lei considera certas pessoas como armas para preencher os empregos mais difíceis e precários, e não como seres humanos com pleno direito, a segregação e o fascismo são habilitados e o terreno está aberto para o fascismo. Com a lucidez de quem constrói de baixo, a partir dos afetos e da convicção de que esta batalha deve ser travada em conjunto, os Jornaleras sabem que sua luta é também a luta das trabalhadoras do sexo, dos manteros, das ‘kellys’[1] . É por isso que criaram juntos a SOA (Sindical Obrera Andaluza), uma união e assembléia transversal que é também um antídoto para o fascismo.

Vamos começar ouvindo o que eles têm a dizer. As diaristas de Huelva insistem que o boicote não as ajuda; em vez disso, condena-os a um desemprego maior. Trata-se, então, de pensar em ações coletivas em conjunto e de ir às ruas quando nos invocarem. Trata-se de colocar a modificação da lei de imigração no centro das demandas do feminismo; entre outras coisas, porque as mulheres migrantes estão realizando as tarefas mais essenciais para o sustento da vida, como produção de alimentos e trabalho de cuidado. Entendemos que um feminismo emancipatório deve colocar a luta de diaristas, migrantes e mulheres periféricas no centro. Só assim nossa luta pode ser transformadora e evitar ser metabolizada pelo capitalismo patriarcal e colonial.

NOTAS

[1] Na Espanha, aqueles que vendem seus produtos na rua sobre cobertores no chão são chamados de «manteros». Por sua vez, as trabalhadoras domésticas organizadas se autodenominam “as Kellys”, o que vem de um jogo de palavras (“las que limpian” quer dizer “quem faz a limpeza”).

Fatiha Suleman | El #FeminismoSindicalista que viene – YouTube

[2] Mujeres trabajadoras en el campo, historias de abusos y explotación (eldiario.es)

Crónica de una visita a los campos de la fresa | ctxt.es

[3]E(U)xploitation – Terra! (associazioneterra.it)

[4]“No la llames africana”. La violenta expansión de la palma de aceite en Colombia. Carro de Combate.

[5] Chadia Arab, Las señoras de la fresa. La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España, Madri, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020. Ver também: Alicia Reigada, “Más allá del discurso sobre la ‘inmigración ordenada’: contratación en origen y feminización del trabajo en el cultivo de la fresa en Andalucía”, na revista Política y Sociedad, Vol. 49 Núm. 1:  103-122, 2012.

[6] Pastora Filigrana, “Las jornaleras marroquíes de la fresa. Feminismo antirracista o barbarie”, en Gago, Verónica, Marta Malo y LuciCavallero (eds.), La Internacional Feminista. Luchas en los territorios y contra el neoliberalismo, Madri, Traficantes de Sueños, 2020.

[7] Alicia ReigadaOlaizola Trabajadoras inmigrantes en los campos freseros (pensamientocritico.org)

[8] Autoras como Maria Mies usam o termo «superexploração» — às vezes falamos de “sobrexploração” — para se referir à situação vivida por quem, como é o caso das mulheres racializadas, não sofre apenas a opressão de classe — teorizada por Karl Marx. com o termo “exploração” —, mas sim opressões raciais e de gênero que historicamente permitiram a expropriação do valor de seu trabalho não remunerado. Ver Maria Mies, Patriarcado y acumulación a escala mundial, Madri, Traficantes de Sueños, 2019 [1999].

[9] Aqui é possível consultar um resumo do relatório e acessar o texto completo: https://jornalerasenlucha.org/la-situacion-de-las-jornaleras-de-huelva-en-la-industria-del-fruto-rojo-informe-juridico/

[10] No documentário Las llaves de la memoria, dirigido por Jesús Arnesto e co-produzido por Almutafilm e AljazeeraDocumentaries, 2016.

[11] bell hooks, Afán. Raza, género y política cultural, Madri, Traficantes de Sueños, 2021 [2015], pág. 17.

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